"Cuando seas padre, comerás huevos" (IV)

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Ana está apoltronada en el asiento trasero del coche. Juan conduce ensimismado, con la melodía del canto gregoriano. Ana escucha una música más dinámica a través de los auriculares de su Mp3 mientras observa el paisaje cambiante de más urbano a más rural. Juan no aparta la mirada de la carretera. No se dirigen la palabra. Sobre el horizonte de un paisaje completamente yermo, se intuye una pequeña agrupación de cubículos que se alzan en medio de la llanura, entre los que sobresale un campanar. El coche entra en el pueblo. Unas cajitas blancas se disponen de manera ordenada sobre una alfombra de asfalto gris claro. Ana observa curiosa, como si fuese la primera vez que lo visitase. Está completamente vacío. Los porticones de las ventanas están cerrados. Ana hace un gesto de in confortabilidad. Se cruzan con ALGUNAS MUJERES vestidas de luto, con una silla en la mano, caminando lentamente en la misma dirección. El coche se adentra en una calle estrecha siguiendo a las mujeres a paso lento. Entran en casa de su tía. Es una casa vieja y muy oscura por el reducido tamaño de sus aberturas, que además están cubiertas por mosquiteras. Ana sube por las escaleras de madera que crujen como si se fuesen a romper. Ana oye de fondo la voz de la rezandera. Por el pasillo encuentra a su madre. Esta le ordena que se vista con algo oscuro que esconda el “piercing” de su ombligo y después entre en la habitación dónde se encuentra su tía y le rece un “paternostri”. Ana suelta un bufido. Ana entra en la habitación de vela con un vestido negro y unos calcetines a rallas multicolor. En el centro se intuye, por la oscuridad del habitáculo, una cama con un cuerpo en el interior, rodeado de mujeres que susurran algo balanceándose de alante para atrás. Las mujeres se detienen al notar su presencia, dirigiendo las miradas hacia sus pies. Una de las mujeres le indica dónde se tiene que colocar. Ana reza en voz muy baja, balbuceando el rezo casi de manera incomprensible. Acaba el rezo y todos exclaman un amen a manera de cántico. María pide a su hija que salude a las mujeres y después la ayude a servir las bebidas para los hombres en el porche. Ana saluda a las mujeres con cierta apatía. Éstas le comentan lo mucho que ha crecido mientras le aprietan la mejilla. Juan saluda a los hombres en el porche. Éstos le expresan el tiempo que hace que no lo veían, justo tras la muerte de su madre. Juan contesta cualquier otra cosa con un aire muy tenso. Juan les pregunta por sus familiares y vecinos. Ana deambula entre la habitación y el porche. Observa extrañada a los asistentes: no parecen muy tristes. Parece más un acto social. Algunas mujeres hablan sobre la difunta, otras susurran algo en voz baja mirando a una vecina, otras cuentan leyendas macabras… Los hombres hablan de la sequía, o de fútbol. María la llama para que lleve una bandeja con algunas bebidas y copas al porche. Ana coge la bandeja susurrando que ella no es ninguna criada. Su madre no lo escucha: está más pendiente de que los invitados se sientan cómodos. Ana sale al porche con la bandeja. Juan le hace un gesto para que se aproxime. Ana le da la bandeja y le recrimina que no es ninguna camarera. Juan coge la bandeja balbuceando algo en latín. Pablo llega al porche. A Juan se le desequilibra la bandeja y se le caen algunas copas. Ana le mira extrañada. Juan le pide que entre a buscar algo para recoger los pedazos. Ana se dirige hacia la cocina por el pasillo. Pasa frente a la sala mortuoria. Las mujeres siguen rezando. Vuelve a pasar por el pasillo con una escoba en la mano. Ana se detiene, extrañada por el silencio de las rezanderas, frente la sala de la difunta y ve la presencia de una mujer que llama la atención por sus atuendos multicolor. Es Magda. Se oye el susurro de Clotilde y Bernarda, mientras lanzan miradas despectivas hacia ella. HERMENIGILDA (90), casi inmóvil y con el pelo lleno de canas, les pregunta quién ha entrado. Su hija Clotilde le dice con la voz elevada, que se quede sentadita, que no ha entrado nadie. Magda se acerca a María ofreciéndole el pésame y su ayuda para todo lo que necesite. Ana se acerca a ellas. Magda la mira dulcemente diciéndole que le gustan sus calcetines. Salen al porche. Magda se sirve una copa. Algunos hombres la repasan con la mirada obscena y las mejillas sonrojadas por el coñac. Magda los saluda cordialmente. Juan se acerca a Ana muy tenso y le pregunta por la escoba. Ana le dice que está dentro y que la puede coger él mismo. Magda se despide dando las buenas noches e invita a Ana a pasar por su casa cuando quiera desconectar del ambiente lúgrube y bochornoso de la casa.

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Tocan las campanas. Juan y tres hombres más sacan el ataúd por la puerta. Les sigue toda la comitiva caminando a paso lento. La familia encabeza la marcha. Sólo se escuchan los llantos de las plañideras. Llegan a la iglesia. La oscuridad del interior contrasta con la luz exterior. Entra la comparsa y se distribuyen entre las cuatro hileras de bancos situados en la nave central. María, Ana y Juan se sientan en el primer banco. Da comienzo la misa. Empieza con un cántico que parece más una competición de cuál es la mujer que más entona la nota. Se hace un silencio. Pablo empieza el sermón. Tiene la mirada fijada en Juan aunque éste la esquiva. Pablo habla sobre la difunta y sobre la entrada en su nueva vida. Sigue hablando sobre que Dios ama por encima de todas las cosas y que todo el mundo tiene espacio en el reino de los cielos: hasta a los pecadores. Pablo se muestra más emotivo. Afirma también que el amor lo puede todo. Pone como ejemplo los amantes de Teruel, que se reencuentran en el más allá, tras su muerte. Sólo entonces pueden consumar su amor, aunque añade que es una pena que no pudieran hacerlo en vida. Nadie entiende la relación del sermón con la difunta… Ana escucha a Clotilde y Bernarda comentar que el cura cada día está más loco, que quién deben ser esos de Teruel… Hermenigilda les cuenta que eran unos amantes… Clotilde la interrumpe diciéndole que ya no sabe lo que se dice. Ana observa a su padre. Juan tiene la mirada dirigida hacia el suelo. Sus ojos están nublados. Ana mira a su padre como si nunca le hubiese visto antes así. Salen de la iglesia. Van camino del cementerio encabezados por Pablo, seguido del ataúd cargado por Juan y tres hombres más, y por el resto de la comitiva. Pablo se gira intermitentemente para buscar la mirada de Juan. Éste desvía su mirada. Pablo se sitúa al lado de Juan. Le comenta que hay cargas que no vale la pena carretear toda la vida, y que los años les han pasado factura a los dos. Juan ni le mira. Llegan al cementerio. En el transcurso del entierro Juan desaparece. Ana le sigue. Juan se detiene frente al panteón dónde se encuentra su familia. Balbucea algo que Ana no llega a comprender. Juan se va. Ana se aproxima al panteón. En el centro está la lápida de su abuela. Ana vuelve al entierro. Meten la caja mortuoria en el nicho. María pregunta a Ana por su padre. Ana contesta que se ha marchado. María suspira. Ana le dice que se va a dar una vuelta. María le pide que no se entretenga ya que la tendrá que ayudar con el aperitivo que va a preparar para los vecinos que se acerquen a darle el pésame.

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Juan abre con dificultad la puerta de su antiguo hogar. Sale un grupo de murciélagos de su interior. Entra en el patio que está repleto de cacharros relacionados con el campo, llenos de polvo. Sube las escaleras que crujen con cada uno de sus pasos. Llega al comedor y pasa la mano por algunos retratos casi ininteligibles por la capa de polvo que los cubre. Ana llega a casa de Magda. Ésta la invita a pasar. Ana entra. El interior es un juego multicolor de tonos cálidos. Ana observa curiosa un lienzo que hay sobre la mesa cubierto por flores secas desparramadas también sobre el suelo. Magda entra. Le explica su trabajo. Ana le confiesa que a ella le encantaría estudiar Ilustración aunque a sus padres no les atraiga la idea. Magda la anima a hacerlo. Toman una limonada. Conversan sobre la convivencia de Magda en el entorno hostil y cerrado del pueblo. Magda le explica que el secreto es no hacer tanto caso de lo que opinen los demás. Hablan también sobre vínculos padres-hijos. Magda le confiesa que la relación con su hijo se ha deteriorado a causa de la incomunicación. También le explica que su padre se ha agriado mucho desde el enfrentamiento con su abuela, ya que ella fue muy dura con él. Ana se queda muy curiosa. Nunca antes había oído hablar de ella. Decide ir a su casa. Pablo se introduce sigilosamente en casa de los padres de Juan con la mirada dirigida hacia el exterior. Ana camina por la calle con aire pensativo. Juan espera en la cocina a que salga el café. Se sirve una taza. Entra Pablo dirigiendo una mirada cómplice a Juan. A Juan se le derrama el café y se quema un dedo. Se dirige al fregadero. Pablo lo sigue con la intención de ayudarle. Ana se introduce sigilosamente en casa de su abuela. Entra en el patio, abarrotado de objetos llenos de polvo relacionados con el campo. Encuentra un baúl coronado por un retrato de su abuela con cara amenazante. Dentro descubre algunas fotos recortadas en las que aparece su padre con cara sonriente. Se intuye un brazo masculino sobre los hombros de Juan. Ana, con actitud curiosa, sigue inspeccionando fotos colgadas en el patio. En ellas aparecen sus antepasados en el campo. Sube las escaleras decoradas con más retratos. Pablo mira a Juan con cara de deseo y añoranza. Juan mira hacia el suelo con la respiración acelerada. Pablo acaricia la cara de Juan. Juan cierra los ojos. Ana entra en el comedor. Los retratos son más solemnes. Su abuela el día de su enlace, su padre el día de su comunión…y su padre vestido de cura. Ana mira extrañada como si no lo supiera. Su abuela siempre tiene una mirada amargada. Al fondo, a través de la franja que deja la puerta entreabierta de la cocina, se intuye una silueta. Ana se aproxima. Abre un poco más la puerta y ve a Pablo besando a Juan. Ana sale corriendo del comedor. Se oye un estruendo de alguien bajando las escaleras. Juan abre los ojos y corre hacia la ventana. Ve a su hija salir por la puerta principal. Se escurre por la pared con los ojos completamente abiertos mirando a un punto fijo.

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