"Salió a comprar tabaco y..."



Sara despierta por el estruendo que forma un ronquido de su marido, al que le sucede una leve apnea que no logra acabar con la serenata. Se da media vuelta y agita levemente el torso de Biel, que tras un ligero cambio de posición, deja de roncar para emitir un leve silbido, al que se añade el sonido que produce el goteo del grifo del cuarto de baño. Sara, demasiado despejada para volver a conciliar el sueño, observa el retrato de boda que reposa sobre la cómoda, justo al lado del jarrón asiático que le regaló su suegra el día del enlace. En la parte inferior del mueble, sobre una silla, reposa perfectamente plegada la ropa del día anterior. Cluc, cluc, cluc, sigue sonando ese goteo persistente e uniforme que tanto le irrita, como le irrita la disposición de la ropa o aquel jarrón horrible que no ha cambiado de posición en todo el tiempo que lleva ahí. Tras un leve suspiro, se levanta y se desvanece entre la rendija que muestra la puerta entreabierta del baño.
Durante el desayuno, como cada mañana, Sara fuma su cigarro apoyada en el mármol de la cocina frente a la ventana que da al patio de luces, mientras Biel lee el periódico sobre la minúscula mesa empotrada en la pared. Apaga el cigarrillo y recoge los cacharros de la mesa. Cuando todavía no ha llegado al fregadero, una sucesión de gemidos que se intensifican gradualmente le producen un leve tembleque que provoca la caída de algunos cubiertos. Se agacha para recogerlos y por el camino mira a su marido que en ningún momento aparta la mirada del periódico. Biel carraspea y pasa de página con cierta dificultad, pero no se detiene en ella demasiado tiempo. Vuelve a pasar de página como si tan solo leyera los titulares. Ella deja los cacharros sobre el mármol y comienza a fregarlos casi al ritmo de lo que ahora son alaridos. Un último e intenso gemido da fin a la melodía provinente de alguno de sus vecinos. Se detiene pensativa mirando uno de los cubiertos, y es que ya no recuerda la última vez que ella gimió de esa manera.
Pasada la media tarde toman el coche en dirección a Poble Nou. Mientras entran en la Diagonal, Sara coge un neceser del interior de su bolso. Saca un lápiz perfilador, reclina el panel que contiene un pequeño espejo y se pinta la parte superior e inferior de sus párpados. Saca después un pintalabios de color púrpura, lo destapa y lo desenrosca sigilosamente. Mientras se pinta los labios, aparece progresivamente el reflejo de la Torre Agbar a través del espejo. Un frenazo interrumpe su acicalamiento. El panel se mueve por la inercia que provoca la detención, mostrando intermitentemente el edificio de Nouvel. Por el paso de peatones cruzan un par de chicas cubiertas tan sólo con un bikini. Sara descubre a Biel siguiendo sus traseros con la mirada. Supone que él también debe ir un poco faltado. Últimamente su vida sexual es más bien escasa y no porque él no se haya mostrado disponible. Pero la rutina y la comodidad han bajado la libido de una Sara demasiado mental, cuyos constantes rechazos a las iniciativas de su marido han terminado por volverlo un tanto pasivo.
Aparcan el coche y entran en el restaurante dónde los esperan los padres de Biel. Al final de un inmenso espacio, Marta, su suegra, agita enérgicamente el brazo con intención de llamar su atención. Toman asiento alrededor de una mesa circular. Marta, como de costumbre inicia su seminario sobre las novedades que ha descubierto en Vinçon. Sara se alegra de que su voz se entremezcle con el bullicio del restaurante. Biel, escucha atentamente a su madre, mientras su padre lee aparentemente concentrado la carta, posiblemente para disimular su falta de atención. I así transcurre la cena. Cuando aún no han llegado los postres, un pitido penetra por los oídos de Sara, mientras observa la boca de su suegra gesticulando sin descanso. Se levanta de la mesa y se excusa explicando que va a fumar un cigarrillo.
Cuando sale al exterior, descubre que su cajetilla está vacía. Cruza la calle hacia lo que parece un bar de copas. Abre la puerta con cierta dificultad, el bar sobrepasa con creces el aforo permitido: no veía tanta gente en un local desde que estuvo en la champañería. Se desliza entre la gente con la intención de pedir cambio. Frente la barra, intenta hacerse hueco entre dos hombres que no están disponibles a cederle ni un centímetro. Cuando levanta la mano con un billete de cinco euros, siente el tacto de lo que parece un dedo que trepa por su entrepierna, como una serpiente en busca de su presa. Cuando aún no ha tenido tiempo a reaccionar, abrumada por el atrevimiento, el dedo ya está dibujando círculos sobre su clítoris, del que surge un leve cosquilleo que se expande por su cuerpo como un río de lava. Por fin la camarera le presta atención y ella le da el billete sin terciar palabra. Avergonzada, inspecciona a su alrededor en busca del acometedor. Baja la mirada sin poder entrever más allá de su cintura por la cantidad de gente que hay a su alrededor. Hasta que un hedor a calle llama la atención de sus papilas olfativas. A su izquierda, medio encubierto tras el torso de un hombre fornido, se oculta un señor de piel oscura y algunas canas que la mira maliciosamente. La camarera le devuelve el cambio. Mira a su alrededor y se relaja al descubrir que nadie se está percatando de la situación. Ella cierra los ojos para rehuir cualquier tipo de conversación que la incite a aceptar o rechazar la intromisión y se deja llevar por el morbo que le provoca la situación. Está tan excitada que le sobreviene un impulso irracional de arrastrar a aquel hombre hacia el baño. Él se acerca a su oído y le susurra.
— ¿Por qué no me tocas tú también?
La intervención del hombre junto con su hedor a sudor de algunos días, hace que Sara, impulsada ahora por su yo más racional, le retire la mano de su clítoris y salga lo más rápido posible escabulléndose entre la masa de gente. Se detiene en el exterior, aún excitada, cavilando sobre el motivo real de su rechazo, pero la sobresaturación de estrógenos le impide pensar con claridad.
Entra en el restaurante y se disculpa simulando una grave jaqueca. Biel se ofrece a acompañarla. Se dirigen al coche y cuando él está a punto de introducir la llave Sara lo besa mientras le acaricia los testículos. A Biel se le caen las llaves. Sara se agacha a recogerlas, le sonríe y entra en el coche. Él arranca un tanto desconcentrado. Ella le desabrocha la bragueta ejerciendo después un leve masaje sobre su miembro, primero con la mano y después con su boca. Llegan a casa. Sara toma la mano de Biel y lo arrastra hacia la cocina. Se sienta encima del mármol mientras él le acaricia los pechos besándola en el cuello. Ella le toma la mano y se la coloca sobre su vejiga. Él le baja las medias y le introduce su dedo índice. Y Sara gime y gime. Tras unos deliciosos minutos le aparta la mano, baja de la barra sonriéndole y corre hacia el dormitorio. Él la sigue. Se desnudan el uno al otro lanzando sus vestimentas al suelo. Él se acerca pero ella lo detiene posando su dedo índice sobre sus labios. Entra en el baño de la suite y abre el grifo al máximo. De vuelta a la habitación, arrastra su brazo violentamente sobre la cómoda lanzando al suelo el retrato de boda y el jarrón. Se sienta encima y él la penetra.

"Julio y César" (versión anterior)

Desde hace algún tiempo Julio ya no era el mismo. Antes era capaz de tragarse Punto Pelota o Territorio Champions complementando la información adquirida con la lectura del Marca y el As. Tal vez lo hiciese para tener un tema de conversación en el bar que frecuentaba para hacer unas cañas tras su jornada laboral, porque desde que dejó de bajar al bar de Juanín después de quedarse en el paro, ya ni siquiera aguantaba hasta la segunda parte.
Jamás nadie supo exactamente en que condiciones perdió su trabajo. Aquel día llegó a casa antes de tiempo, se sentó en su sofá orejero tapizado en terciopelo y tomó el mando sintonizando un canal cualquiera. Consuelo, su mujer, abandonó sus tareas en la cocina, lugar en que pasaba la mayor parte del día, extrañada por su llegada.
— ¿Qué haces aquí? —le preguntó secándose las manos con el delantal.
— ¡Tráeme una cerveza! —replicó sin ni siquiera dirigirle la mirada.
— No hay ninguna a refrescar —contestó bajando la mirada.
— ¡Fantástico! —exclamó levantándose del sillón, saliendo después de la casa tras un portazo.
Supongo que bajó al bar de Juanín, dónde seguro que tenían cervezas frescas. Durante los siguientes días sólo venía a casa para dormir, mientras Consuelo hacía algunas gestiones para solucionar el problema que se les venía encima. Una noche, Julio apareció más malhumorado que nunca.
— ¿Por qué me avergüenzas de esta manera? —inquirió a su mujer amenazante.
— ¿De qué hablas? —contestó ella intimidada.
— ¿Quién te ha mandado que me buscases trabajo?
— ¡Alguien tenía que hacer algo para pasar este apuro mientras tú te encerrabas en tú bar! —replicó ella alzando la mirada.
Él levantó la mano con la mirada sumida en ira, que bajó después sigilosamente al ver a su mujer con la cabeza entre sus antebrazos.
Desde entonces, persuadido por su orgullo, acabó con sus visitas al bar de abajo, pasando todo el tiempo en casa, en su butaca de terciopelo con el mando bajo su mano izquierda. Podríamos decir que su presencia tan sólo era física, porque se sumió en un silencio que sólo interrumpía para saciar sus necesidades básicas. Esa actitud no sorprendió demasiado a su mujer y a sus tres hijas, acostumbradas a tener una relación distante con el hombre de la casa. Recuerdo, unos años atrás cuando María, su hija mediana, se aproximó una noche a su vera con intención de entablar algún tipo de conversación. No escogía precisamente el mejor momento para intentar captar su atención, ya que lo hacía durante la retransmisión de algún partido de fútbol. Aunque la verdad es que tampoco tenía muchas ocasiones para acercarse a él con el tiempo que pasaba fuera de casa. A pesar de que ella, utilizando su psicología, le preguntara acerca del encuentro, no recibía ninguna respuesta. Con su mujer la relación no era muy distinta. Los quilos que había ganado Consuelo en los últimos años, delataban su escasa vida sexual. Jamás vi entre ellos una muestra de cariño, tan sólo un día en que Julio se presentó con una rosa en la Diada de Sant Jordi. Todas las chicas se quedaron impresionadas ante su detalle, que él enseguida estropeó explicando que se la había regalado RENFE en el trayecto de vuelta a casa. Con el paso de los años, se creó una distancia abismal difícil de reparar, y fue ese distanciamiento el que provocó un núcleo tan sólido entre ellas, del que él no fue conciente hasta que empezó a pasar más tiempo en casa.
Nadie le preguntaba como se encontraba, ni sabían como había encajado la pérdida de su trabajo. Las chicas establecieron su nuevo lugar de encuentro en la cocina, de la que surgían unos susurros indescifrables. Cuando esto sucedía, Julio desde su butaca fruncía el ceño presionando con fuerza los labios. Pero en vez de intentar intervenir en sus conversaciones, se limitaba a hacer zapping presionando con fuerza los botones del mando. Cada vez que el apetito apretaba su estómago, exclamaba un “tengo hambre” mientras golpeaba uno de los reposa brazos con el puño cerrado. Ya ni se sentaba a comer en la mesa con el resto de la familia. Sólo abandonaba su sillón para dormir en la habitación y el pijama a rayas de franela se había convertido en su indumentaria habitual. Progresivamente se fue volviendo adicto a magazines como Sabor a ti o Día a Día, nunca entendí si los miraba porque era lo más asequible de la franja horaria o para entender una psicología femenina que le era tan desconocida. El caso es que llegó a estar tan enganchado a este tipo de programas que reemplazaba los partidos del sábado por el show Salsa Rosa. Supongo que en el fondo disfrutaba viendo a la gente abucheándose, como una especie de catarsis personal.
Una tarde como cualquier otra, la presentadora del programa El Diario de Patricia, introducía en su show a Cesar, un señor de avanzada edad que ya no se hablaba desde hacía algún tiempo con las mujeres de su casa. Julio se incorporó levemente con los ojos abiertos. Patricia, complementó la presentación de su invitado, explicando que hacía años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas, hasta tal punto que lo único que oía en su casa eran susurros. Inmediatamente después inició su entrevista preguntando por el inicio de esa situación, pero tras la escueta respuesta de su invitado, prosiguió con preguntas más concretas, con intención de sonsacarle más información.
— Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar —se hizo un breve silencio— ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia? ¿Las llevabas al parque?
— La verdad es que cuando llegaba a mi casa, las niñas estaban en la cama, siempre llegaba muy tarde, tú sabes… empiezas con una caña después del trabajo…
— No, no lo sé, yo después del trabajo voy directamente a mi casa. ¿Y con tu mujer?
— Bueno, por entonces… teníamos discusiones, yo creía que ella malgastaba mi dinero y ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… el sexo…
— Veo que no iba muy bien la cosa… —interrumpió Patricia— Pero, ¿tenías algún detalle con ella?, ¿Le decías lo guapa que estaba?
— No… nunca he sido muy detallista… ni me ha gustado echar piropos…
— ¡En fin, esa no es la mejor manera de avivar la llama del amor! —con tono condescendiente—. ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas? ¿Te interesabas por su vida social? ¿Estabas al día de cómo iban en el colegio?
— Pues, verás… —aflojando el tono de voz—, por aquella época, cuando González, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie…
— Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
— Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa —con tono débil.
— Cesar, mírame —con un aire dramático excesivamente forzado—, ¿qué les dirías ahora mismo si estuvieran presentes?
— Pues, que…
— Pues escuchen bien desde sus casas —interrumpe Patricia con tono de voz enérgico— hoy César va a conseguir hablar con una de sus hijas, ya que el equipo del programa ha podido localizar su número de teléfono —se detuvo un instante ante los aplausos del público y prosiguió—, pero, señores, señoras, ¡todo esto y más, después de la publicidad!
Fue la primera vez que Julio no practicó su nuevo deporte favorito durante la publicidad, y aguantó estoicamente los diez minutos con anuncios de coches y detergentes. Tras un breve resumen de la historia de su invitado, Patricia dio la señal para que la llamada entrara en directo. Persuadida por la insistencia de la presentadora, la hija de César intervino.
— Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa de televisión para hablar conmigo.
— ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre? —intentaba aclarar Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantenía su audiencia.
— No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo —muy solemne—. No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, un cariño que nunca nos has dado —añadió.
Una lágrima descendía por los pómulos de Julio sin que sus párpados a penas pestañearan. Fue entonces cuando me di cuenta de la depresión en la que estaba sumido. Hasta entonces, sólo lo había visto llorar una vez: el día en que el Príncipe de Asturias y Leticia tuvieron su primogénita y esto aún lo puedo llegar a entender porque él era la persona más apegada a la monarquía que he conocido. Su dedo índice se detuvo medio centímetro por encima del mando, sin que éste llegase a tocarlo.
Ese día Julio no durmió en su habitación. A la mañana siguiente, cuando desperté, seguía en la misma posición, que no cambió en las sucesivas semanas, hasta que el polvo se comenzó a posar sobre sus hombros y el color de su piel se volvió más pálido. Nadie se percató de su situación, las chicas prefirieron no molestarle, por si acaso aún seguía enfadado. Yo me quedé a su vera, cambiando de canal para que no se aburriese, hasta que con el paso de la televisión analógica a la digital, fui reemplazada por un televisor LCD de última generación.