"Su majestad, el rey"

...
Don Juan Carlos se dirige en su limusina, camuflado con unas gafas de sol, un bigote postizo y un sombrero Borsalino, hacia el piso de su querida. Su expresión se torna entusiasta cuando se adentran en un barrio de clase media, por el placer que siempre le ha producido entrar en contacto con la gente corriente, sin que puedan reconocerle.
Al llegar a la finca, uno de sus guardaespaldas, sale apresuradamente del automóvil para abrirle la puerta. Juan Carlos asciende sigilosamente por las escaleras, encabezado por tres de sus hombres, y con el resto de ellos a sus espaldas. Se detienen repentinamente al abrirse una puerta en el segundo piso, como si ello los hiciera pasar más desapercibidos. De ella sale disparado un niño de unos doce años, que reduce su marcha al pasar junto a la hilera de hombres, a los que observa curioso a su paso. Del interior del habitáculo, a través de la puerta que el muchacho con las prisas ha dejado entreabierta, se percibe el murmullo proveniente de un televisor. Juan Carlos se detiene con actitud curiosa, ya que el sonido que percibe le es familiar. Entonces cae en la cuenta de que se trata de la Recepción al Cuerpo Diplomático que tuvo lugar anteayer, y ahora la deben estar retransmitiendo en algún telediario. Cuando se acerca para poder escuchar un poco mejor, la intervención de una voz masculina lo sobresalta.
— ¡Será posible!... Tanta crisis, tanta deuda externa… Pues el Estado ya se podría ahorrar el sueldo de estos sinvergüenzas, ¡sólo hacen que vivir del cuento! ¡Son unos parásitos de la sociedad!
Juan Carlos se incorpora atónito y sigue ascendiendo por las escaleras con sus hombres tras él.
Toca el timbre. Una mujer con unos labios excesivamente voluptuosos y con un batín de seda le abre la puerta. Él se abraza a ella mientras hace un gesto a sus hombres para que lo esperen en el portal.
— Mi pichoncito… ¿qué es esa mala cara?
— Cascabelito mío… ¿tú crees que la gente piensa que soy un parásito de la sociedad?
— ¿Un para…qué?
— Pues alguien que se aprovecha de los demás…
— La verdad es que no se lo que piensa la gente, ya sabes que nunca hablo de ti… ¿quién puede pensar algo parecido de ti?, ¡si eres un trocito de pan! —mientras le acaricia el bigote—, pero de todas maneras, si tanto te preocupa, tal vez deberías hacer algo…
Juan Carlos se sienta en la cama pensativo, rascándose la barbilla con la mano derecha. Adelaida, su amante, se aproxima a él, se agacha y le desabrocha el pantalón. Le empieza a hacer una felación.
— Mmm… crisis, mmm… pueblo… —con las manos apoyadas en la cama.
Con un gesto impulsivo, la agarra de la cabeza apartándola de su pubis.
— ¡Ya lo tengo! ¡Debo reunirme con los representantes del pueblo, de los trabajadores, para valorar posibles acuerdos que faciliten la salida de la crisis! —baja la cabeza y la besa— ¡Gracias cascabelito!
Ella sonríe, mientras él se levanta y se saca el móvil del pantalón. Marca un número.
— ¡Quiero que dos de vosotros vigiléis día y noche el apartamento del segundo piso! ¡Cuando éste se vacíe, llamáis al técnico para que instale micrófonos en su interior y un receptor en éste piso!
Se vuelve a sentar y Adelaida prosigue con su tarea mientras él le acaricia su cabellera, un poco más relajado.

Juan Carlos vuelve a sus dependencias para formalizar algunos cambios en su agenda. Se reúne al cabo de algunos días con los dirigentes de los principales sindicatos, hecho que crea una gran agitación entre los medios de comunicación. Todo el mundo le felicita por su intervención, pero para él no es suficiente, no puede quitarse las palabras pronunciadas por aquel hombre: “¡sólo hacen que vivir del cuento! ¡Son unos parásitos de la sociedad!”. Hace unas cuantas noches que ya no puede dormir pensando que un solo español pueda tener semejante opinión sobre él y su familia.
Ése mismo día, hacia las doce, una hora antes de que dé comienzo el informativo, el rey llama a su chofer.
— ¡Corre! ¡Ya sabes a dónde! –mientras se pone el gorro, el bigote y las gafas de sol.
Entra en el piso de Adelaida. El salón está invadido por una mesa llena de aparatos conectados por una multitud de cables. Ella sale a su encuentro.
— Pichoncito, te he añorado mucho…
— Ya sabes que he estado muy atareado, cascabelito mío… ¡Ven!, vamos a ver que efectos ha causado mi decisión.
Se acerca a la mesa, toma uno de los auriculares y se lo pone. Adelaida se pone los otros. Oyen la voz de un presentador notificando los titulares de un informativo. Tras introducir las últimas novedades en el mundo del deporte, deja de sonar la música que acompaña los titulares. Una corresponsal, con un abrigo de plumas y los hombros encogidos, habla de las bajas temperaturas y la fuerte nevada que ha caído sobre la ciudad de Madrid.
Súbitamente, una voz masculina de carácter más intenso desvía la atención de Juan Carlos.
— ¡Matilde! ¡Tráeme una cerveza!
— Ya te has bebido cuatro, ¡y todavía no hemos comido!
— ¡Pues yo voy a comer cerveza!
— En vez de quedarte ahí emborrachándote, podrías ir a más entrevistas de trabajo, ¡te recuerdo que en un mes se te acaba el paro!
— Y de que me serviría… ¡quién me va a contratar con cincuenta y cinco años!
Se hace un silencio que deja paso a la voz del presentador del informativo. Explica la llamada de Su Majestad al consenso general. Adelaida presiona la mano de su amado con aire emocionado. Tras la emisión de un breve fragmento de su discurso, el presentador explica la reunión que mantuvo con diferentes dirigentes de los principales sindicatos del país, seguida de las opiniones de algunos políticos a ésta decisión. Todo son alabanzas en un inicio, aunque enseguida desvían el tema, inculpando al partido opuesto de la situación de discrepancia. Adelaida lo felicita exaltada. Él la insta a calmarse.
— Shhh… aguarda un momento cascabelito.
Inmediatamente después, la voz masculina vuelve a intervenir.
— ¡A éste payaso, quién le manda meterse en política! ¡Más le valdría seguir con su actitos y sus diplomacias! ¡Y anda que los otros…! ¡Aquí todo el mundo chupa del bote!
Juan Carlos se apoya en el respaldo de la silla completamente abatido.
— Cascabelito… ¿Me podrías poner un güisqui doble?

"Caputxeta"


La Mercè dóna instruccions a l’Eva, la seva filla, de tot el que ha de portar a l’àvia. La seva veu es perd, ja que no para d’entrar i sortir de la cuina. Avui té una entrevista de feina, i ja fa tard. Abans de sortir, recorda a la seva filla que sobretot vagi molt en compte amb els carteristes, quan travessi les Rambles. Afegeix que són homes solitaris amb “males pintes”. L’Eva assenteix mig adormida, mentre acaba d’esmorzar encara en pijama. Se’n va cap a l’habitació. Obre l’armari i tria el seu vestit preferit, decorat amb roselles. Agafa una bossa vermella que conjuntarà perfectament amb el vestit.

Surt al carrer. Fa un dia perfecte. Agafa els ferrocarrils en direcció a Plaça Catalunya. És la primera vegada q...ue visita la cuitat sense la seva mare. Avui se sent tota una doneta. El tren arriba a l’última estació. L’Eva agafa les escales mecàniques. Progressivament un tel de llum solar li mulla la cara. Tanca els ulls i dibuixa amb els llavis un dolç somriure. Surt davant del Zurich. Resta un segons aclaparada per el tumult que vaga per la Plaça Catalunya. Creua un semàfor i camina Rambles avall. La flaire que li arriba de les floristeries, acompanyada del cant intermitent dels ocells, li fa oblidar per uns instants que es troba enmig d’una gran “urbe”. Uns metres més avall, s’endevina la silueta d’una estàtua humana, que sobresurt d’entre una multitud. L’Eva s’escola entre la gent. Sempre li han fascinat les estàtues humanes. Mentre penetra cap a l’interior, sent tot tipus d’accents de gent amb la pell torrada de tant exposar-se sota el sol. A l’interior s’alça el cos d’una noia jove, embolcallat amb un tel marronós del que neixen unes branques poblades amb fulles verdes. La seva cara és manté completament inmòvil. L’Eva la mira impressionada. Surt d’entre la gentada sigil.losament. Quan ja es troba a l’exterior una bicicleta que baixa precipitadament la fa desplomar-se al terra. Sobtadament sent una veu.
- Sinyorita, ¿ayuda?
L’Eva alça el cap. Un home de pell fosca, bigoti grisenc i unes llaunes de cervesa, li allarga la mà. Ella s’incorpora tota esvalotada, recordant els advertiments de la seva mare. Agafa la bossa i comença a córrer. L’Home la segueix cridant «¡Sinyorita, sinyorita!». Ella tomba cap a l’esquerra, per un carrer qualsevol mirant de despistar al seu perseguidor. Uns instants més tard encara pot sentir: «¡Sinyorita, sinyorita!». Corre més ràpid. Tomba per un altre carrer. Mentre es gira per comprovar si encara la segueix, topa amb un senyor, a la sortida d’un restaurant.
- Maca, què tens? –mentre li sosté els braços.
Ella alça el cap. La dolça veu prové d’un senyor vestit amb corbata. Desprèn un perfum molt intens.
- Es... es que –esbufegant- Em perseguia un carterista!
- I t’ha pres alguna cosa?
L’Eva remena la seva bossa mentre recupera l’alè.
- No pot ser! M’ha pres la cartera! –exclama sanglotant.
- Tranquil•la, vols que truquem als teus pares?
- No... en realitat anava cap a a casa l’àvia... viu al Raval...
- Doncs si vols t’acompanyo: es un barri molt perillós per a una vaileta com tu...

Arriben a casa de l’àvia. Pugen fins a un cinquè pis sense ascensor. L’escala està plena de taques d’humitat. Una senyora d’uns seixanta, amb el cabell curt i pantalons de pana, obre la porta. L’Eva s’abalança sobre ella.
- Àvia, un carterista m’ha pres el moneder, i mentre fugia he trobat aquest senyor que s’ha ofert gentilment a acompanyar-me.
El senyor allarga la mà amb la intenció de presentar-se.
- Bona tarda senyora, el meu nom es Andreu Segarra.
- Bona tarda, passi, passi que prepararé una mica de cafè.
Entren al menjador. Al cap d’uns minuts l’àvia surt de la cuina amb la cafetera a la mà. Seuen.
- Aquest barri ja no és el que era, no es pot passejar tranquil amb els delinqüents que ronden pels carrers... –explica l’Andreu.
- Sí, la veritat és que el barri ja no és el que era... –baixant la mirada.
Es fa un silenci.
- I vostè, viu sola en el pis?
- Sí, des de fa molts anys... la meva filla m’ha ofert varies vegades que em traslladi a casa seva, però jo vaig néixer en aquest barri i ningú em mourà d’aquí –afirma amb decisió.
- I té contractada alguna assegurança per robatori? Mai se sap el que pot passar...
- No... el “seguros” no serveixen per res...
- No sé on ho haurà sentit això..., jo represento a una companyia molt reconeguda, si vol li puc explicar el ventall d’ofertes que tenim... sé que mai podríem substituir els seus objectes tan estimats, però com a mínim rebria una compensació econòmica... A més, li podríem instal•lar una alarma, que en cas d’activació enviaria una senyal directa a la nostra central.
L’Àvia el mira dubtosa, la veritat es que des de fa uns anys ja no és la mateixa, ha perdut moltes facultats i se sent més feble.
L’home s’alça mentre treu una targeta de la seva butxaca.
- Bé senyora, moltes gràcies pel cafè. Li deixo que s’ho pensi i si vol més informació quedo a la seva disposició.

Quan acaben de dinar, l’Eva marxa cap a casa. L’àvia resta pensativa un instant. Agafa la targeta i truca.
L’Eva arriba a casa. Troba a la seva mare, que li explica que un senyor ha trucat explicant que tenia la seu moneder.

"Parada de emergencia" (versión anterior)

...
Carmen conduce su Seiscientos, concentrada en las curvas de la carretera. Manuel, su marido, tararea una canción de ABBA que suena en la radio. Ella vislumbra un coche en el retrovisor. Lo ve un tanto borroso, tal vez sea la edad que le empieza a hacer estragos. El coche se acerca a gran velocidad. Reduce al llegar a la parte posterior del Seiscientos al que se amorra. Carmen frunce el ceño con aire nervioso. El coche se balancea intermitentemente con intención de adelantarlos, pero no se decide por la poca visibilidad. Toca la bocina presionando. El conductor saca la cabeza por la ventanilla.
- ¡Abuela! ¡A esta velocidad va a provocar un accidente!
Carmen se acerca al arcén. El coche los adelanta en una recta.
- ¡Será estúpido! Casi provoca él el accidente. ¡Estoy harta, a cierta edad ya nadie te respeta!
Manuel sigue tarareando, mientras menea los dedos índices de un lado para el otro como si no hubiera escuchado nada. Carmen lo mira.
- Y tú, ¿No dices nada? –mientras apaga la radio.
- ¡Bruja, bruja! –le dice Manuel berreando- ¡No me quites la música!
Carmen conecta la radio. Desde hace aproximadamente un mes, su marido no es el mismo. Ya no puede mantener con él una conversación adulta.
Repentinamente, Manuel, deja de cantar. Se coloca las manos en el vientre cambiando la expresión de su cara. Levanta la izquierda y golpea estrepitosamente a su mujer en el hombro.
- ¡Para, para! ¡Para que me meo!
Ella, asustada, da un pequeño volantazo.
- ¡Pero que haces! ¡No hagas eso, estoy conduciendo! ¡Aguanta un momento!
- ¡Para! –prosigue golpeándole el hombro- ¿No querrás que llegue a casa de mis nietos completamente mojado?
- ¡Basta ya! –levantando la mano- ¡Quieres parar de comportarte como un crío!
Manuel se calla y baja la mirada.
Carmen ve la señal que indica un área de servicio. Se desvían por la salida. Reduce la marcha mientras mira dónde puede aparcar. Manuel, abre la puerta del Seiscientos cuando éste aún está en marcha. Carmen detiene el vehículo. Manuel sale a toda prisa hacia el restaurante, con las manos en el vientre. Camina con un ligero cojeo. Entra en el interior. Sigue la dirección que indica una señal con la simbología de los baños. Llega a un pasillo abarrotado por un grupo de mujeres haciendo cola.
- ¡Por favor, déjenme pasar!
Las mujeres se apartan con cierta pasividad. El cojeo es cada vez más pronunciado. Se detiene ante la siguiente puerta. Cuando intenta abrirla, exclama un «aaiiii» mientras una mancha transparente se extiende por su pantalón.
Carmen entra en el restaurante. Se coloca tras una larga cola. Lanza una mirada de 180 grados. Sobre un espacio enorme, se aposentan isletas llenas de comida prefabricada, conectadas por caminos delimitados por barandas metálicas, en los que se indica la dirección a seguir con una flecha pintada en el suelo. Más que un restaurante le recuerda a un parque de atracciones. La cola parece no avanzar. No puede creer que en semejante espacio sólo haya un camarero, vestido además con un traje ridículo. Es su turno.
- Un café, por favor.
- ¿Algo más? –mientras teclea algo en el ordenador, sin ni siquiera mirarla a los ojos.
- Mmm… Perdone, ¿no podría servirme el café en una taza?
- ¡Aquí sólo tenemos vasos de plástico! Venga, rápido, ¿No ve la cola que está formando?
Carmen paga el café. Se lo toma. Mira el reloj: ya han pasado veinte minutos y su marido todavía no ha salido del baño. Se impacienta. Sale al exterior para ver si éste le está esperando en el coche pero no lo ve. Vuelve a entrar. Se dirige, por uno de los caminos trazados, hacia los baños. Se detiene ante una aglomeración de mujeres. La atraviesa entre miradas desconfiadas, cómo si pensaran que trata de colarse. Se detiene ante el baño de hombres. Golpea la puerta llamando a su marido. No recibe ninguna respuesta. Entra y lo inspecciona, pero no encuentra a nadie en su interior. Cuando se dispone a salir, aparece un hombre lleno de tatuajes y con una larga barba en la que reposan restos de comida.
- Uhuu… señora… ¿Le va la marcha? –un tanto irónico.
Carmen sale del baño apresurada. Mira hacia la derecha: la única puerta que ve, es la salida de emergencia. Se dirige hacia la aglomeración de mujeres.
- ¿Han visto entrar a un señor de unos sesenta años? –mientras se hace hueco entre ellas.
- Señora, ¡He visto maneras menos descaradas de colarse!
Las mujeres comienzan a alborotarse. Carmen entra, hecha un vistazo y sale del interior. Se dirige hacia el restaurante con aire preocupado.
- ¿Dónde se habrá metido? –se dice a sí misma.
En una de las isletas, ve a un hombre de espaldas, con pelo grisáceo, cogiendo un sándwich envasado. Se acerca a él y le pone la mano sobre el hombro.
- ¿Manuel?
El hombre se gira.
- Señora, creo que se confunde.
Carmen, alterada, empieza a preguntar a todos los ocupantes del restaurante si han visto un hombre de unos sesenta, con pelo y bigote grisáceo. Pero la respuesta siempre es la misma: un “no” con aire pasivo, un “no” de siga buscando. Nadie se ofrece a ayudarla.
Sale al exterior y camina hacia una hilera de camiones aparcados en la parte trasera. Al aproximarse, se percata de que la cabina de uno de ellos está abierta y unas piernas salen de su interior.
- Disculpe… ¿Oiga?
- Siii,… ¿No respeta usted las siestas? –responde una voz masculina.
- ¡Es mi marido! No lo encuentro, ha entrado para ir al baño. Pero no está ahí. –le explica nerviosa.
Él se incorpora: es el hombre tatuado.
- ¿Ha mirado en el baño de mujeres? -Le dice con cierta indiferencia.
- ¡Pues claro!
- Entonces, tal vez se haya ido a por tabaco –con tono cínico.
Carmen se lleva las manos a la cabeza. Se le nublan los ojos. El camionero baja de la cabina.
- Venga, señora, no se preocupe… tal vez haya ido a dar una vuelta, con el sol que hace, apetece estar en el exterior.
- Usted no lo entiende… -sollozando- hace días que anda un poco raro, se olvida de las cosas… ¡parece un niño!
- Venga, no se preocupe… le ayudo a echar un vistazo.
Dan una vuelta por el exterior. Miran entre los camiones aparcados. Pancho pregunta a sus colegas, pero nadie lo ha visto. Echan un vistazo entre los coches aparcados y un merendero, pero no tienen suerte. Pancho saca un cigarrillo. Le ofrece a Carmen si quiere fumar. Ella acepta, a pesar de que hace muchos años que lo dejó. Se queda anonadada con la mirada dirigida hacia un cubo de basura situado justo al lado de la puerta de emergencia. Vuelve en sí. Se percata de que el cubo esta entreabierto y de él cuelga la pata de un pantalón que le es familiar. Lo saca: efectivamente es de su marido. Carmen se desmorona. Llora como una desesperada. Pancho le pone la mano en el hombro.
- No se preocupe… ahora llamamos a la policía.
Pancho saca el móvil y marca un número en el teléfono. Le explica a la policía lo ocurrido. Calla unos instantes, asiente y cuelga el teléfono. «Serán cabrones» susurra.
- Dicen que no es denunciable hasta el tercer día de desaparición… ¿Tiene familia? Tal vez podamos llamar a alguien para que venga a recogerla.
- No, creo que puedo conducir. Iré a casa de mi hija. Gracias por todo.
Carmen sale cabizbaja del restaurante. Se dirige hacia el coche. No entiende qué ha podido pasar. Tal vez se haya molestado porque le ha dicho que parecía un niño y se ha huido con la pataleta. Se le escapan unas lágrimas, no puede creer que eso sea lo último que le ha dicho. Se seca las mejillas. Pero, si ha huido, ¿porque ha dejado sus pantalones? Tal vez se está trastocando, y ahora anda perdido como un niño indefenso… Y… si lo hubieran raptado… Pero ¿quién?
Abre la puerta del coche. Se sienta. Cuando introduce la llave con la intención de arrancar oye un susurro.
- Carmen…
Carmen se sobresalta. Se da la vuelta y ve a su marido tumbado en los asientos traseros, con unos pantalones que no son suyos. Carmen sonríe con lágrimas en los ojos.
- Has tardado mucho… ¡corre, arranca antes de que nos pille…! -aún susurrando.
Carmen se avalancha sobre él y lo abraza.
- No me riñas, pero es que no quería aparecer con los pantalones manchados…
Carmen lo interrumpe.
- Me alegro de verte Manuel.

"Parada de emergencia" (versión anterior)

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Carmen conduce alegre, tarareando una canción de ABBA que suena en la radio. Manuel, su marido, le hace los coros. Ella comenta la ilusión que le hace volver a ver a sus nietos: seguro que han crecido un palmo más. Él sigue haciendo los coros de la canción, como si no hubiera escuchado nada. Repentinamente, Manuel se coloca las manos en el vientre cambiando la expresión de su cara. Levanta la izquierda y golpea estrepitosamente a su mujer en el hombro.
- ¡Para, para! ¡Para que me meo!
Carmen, asustada, da un pequeño volantazo.
- ¡Pero que haces! ¡No hagas eso, estoy conduciendo!
- ¡Para! –prosigue- ¿No querrás que llegue a casa de mis nietos completamente mojado?
- Aguanta un momento, ¡Pareces un niño!
Carmen ve la señal que indica un área de servicio. Se desvían por la salida. Manuel, abre la puerta del coche cuando éste aún está en marcha. Carmen para. Él sale a toda prisa hacia el restaurante, con las manos en el vientre. Camina con un ligero cojeo. Entra. El restaurante está completamente vacío. Detrás de la barra, un camarero seca algunas copas con un aire un poco aburrido. Manuel le pregunta dónde está el baño. El camarero se lo indica con el dedo índice. Sigue la dirección indicada. Entra en un pasillo un tanto oscuro. El cojeo es cada vez más pronunciado. Se detiene ante una de las puertas. Mira el cartel sin llegar a distinguir su simbología por la falta de luz. Exclama un «aaiiii» mientras una mancha transparente se extiende por su pantalón.
Carmen entra en el restaurante. Le da un escalofrío. Las mesas, de un estilo barroco, están llenas de polvo. Se sienta en la barra. Le pide un café al camarero. Éste deja de secar las copas, con cierta lentitud, y se dirige hacia la cafetera. Le sirve el café. Carmen saca un cigarrillo.
- Perdone… ¿Tiene fuego?
- Señora, no creo que tenga usted edad para fumar.
- Y yo no creo que sea de su incumbencia…
El camarero le deja un mechero encima de la barra, con la misma pasividad que le ha servido el café.
Carmen aplasta el cigarrillo sobre el cenicero. Mira el reloj: ya han pasado veinte minutos y su marido todavía no ha salido del baño. Se impacienta. Se dirige hacia un pasillo que da al comedor, suponiendo que ahí estarán los baños. Se detiene ante la primera puerta. La golpea llamando a su marido, pero no recibe ninguna respuesta. Abre la puerta, pero no encuentra a nadie en su interior. Prueba lo mismo con el baño de mujeres, pero está vacío. Se dirige aterrada hacia el comedor.
- ¿Ha visto salir a un señor de unos sesenta años?
- No, sólo lo vi entrar –con aire pasivo.
- ¡Es mi marido! Ha entrado para ir al baño. Pero no está ahí. –le explica alterada.
- ¿Ha mirado en el baño de mujeres? -Le dice con cierta indiferencia.
- ¡Pues claro!
- ¿Tal vez se haya ido a por tabaco? –con tono cínico.
Carmen se lleva las manos a la cabeza. Se le nublan los ojos.
El camarero cambia la expresión de su cara. Le ofrece un vaso de agua.
- Venga, señora, no se preocupe… tal vez haya ido a dar una vuelta, con el sol que hace, apetece estar en el exterior.
- Usted no lo entiende… -sollozando- hace días que anda un poco raro, se olvida de las cosas… ¡parece un niño!
- Venga, no se preocupe… le ayudo a echar un vistazo.
El camarero sale de la barra. Se dirige hacia el baño de hombres. Carmen lo sigue. Por el pasillo resbala con algo. Se agacha. Lo toca con la mano y lo huele.
- “Ejj” Creo que su marido no ha llegado a entrar en el baño.
Abre la puerta. Entra y lo inspecciona. Cierra la puerta entreabierta del armario. Entra en el de mujeres, pero no ve nada extraño. Mira también en el almacén. Todo está en orden. Sale al exterior por la puerta de emergencia que da al pasillo. La abre. Ante ellos, se extiende un enorme campo de trigo. Carmen grita el nombre de su marido pero nadie le contesta. El camarero se detiene. Mira fijamente el cubo de basura. Esta entreabierto y de él cuelga la pata de un pantalón. Lo saca.
- Señora, ¿reconoce éste pantalón?
Carmen se desmorona. Llora como una desesperada.
- S..so…son de mi marido.
El camarero le pone la mano en el hombro.
- No se preocupe… mmm… ahora llamamos a la policía.
Entran en el interior. El camarero marca un número en el teléfono. Le explica a la policía lo ocurrido. Calla unos instantes, asiente y cuelga el teléfono.
- Dicen que no es denunciable hasta el tercer día de desaparición. Mmm ¿Tiene familia? Tal vez podamos llamar a alguien para que la venga a buscar.
- No gracias, creo que puedo conducir. Iré a casa de mi hija. Gracias por todo.
Carmen sale cabizbaja del restaurante. Se dirige hacia el coche. No entiende qué ha podido pasar. Tal vez se haya molestado porque le ha dicho que parecía un niño. No puede creer que eso sea lo último que le ha dicho. Se seca las lágrimas. Pero, si ha huido, ¿porque ha dejado sus pantalones? Tal vez se está trastocando, y ahora anda perdido como un niño indefenso… Y… si lo hubieran raptado… Pero ¿quién? ¡No han oído llegar a ningún coche!
Abre la puerta del coche. Se sienta. Introduce la llave con la intención de arrancar. Oye un susurro.
- Carmen…
Carmen se sobresalta. Se da la vuelta y ve a su marido tumbado en los asientos traseros, con unos pantalones que no son suyos. Carmen sonríe con lágrimas en los ojos.
- Has tardado mucho, corre arranca antes de que nos pille… -aún susurrando.
Carmen se avalancha sobre él y lo abraza.
- No me riñas, pero es que no quería aparecer con los pantalones manchados…
Carmen lo interrumpe:
- Me alegro de verte Manuel.

"Caperucita" (versión anterior)

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Mercedes da las instrucciones a su hija de todo lo que tiene que llevar a su abuela. Su voz se pierde, ya que no para de entrar y salir de la cocina. Tiene una entrevista de trabajo y está llegando tarde. Está muy elegante aunque con la camisa mal abrochada. Antes de salir, recuerda a su hija Eva, que no se olvide de las medicinas, y que tenga mucho cuidado en el metro con los carteristas. Le advierte que acostumbran a ser hombres solitarios con “malas pintas”. Eva asiente medio dormida mientras termina de desayunar aun en pijama.
Se viste con su vestido favorito de amapolas, y sus zapatitos rojos a conjunto con el bolso.

Sale a la calle. Coge el metro que va en dirección “Fondo” y se sitúa tímidamente en el rincón de un vagón. Cuando este para en “Catalunya” una avalancha de turistas se precipita hacia el interior. Un flautista empieza a tocar. Eva observa todo con una actitud curiosa, pero está abrumada por la diversidad que la rodea. Oye todo tipo de acentos extraños de gente con aire relajado y la piel tostada de tomar el sol.
La melodia de la flauta disminuye de volumen, se está distanciando. Eva empieza a seguirla sin dejar de observar todo a su paso. Hay solitarios que cruzan mirada tímidas, otros tienen la mirada perdida, algunos hablan del trabajo, otros sobre la crisis...

En una de las paradas, el conductor da un frenazo más brusco de lo normal. Eva, distraída por el espectáculo, no llega a agarrarse a tiempo a una de las barras y cae encima de un hombre con grandes ojos negros y apariencia un tanto descuidada. Eva, asustada por la mirada penetrante y recordando las recomendaciones de su madre, recoge su bolso del suelo y empieza a caminar a paso ligero a través del metro. El hombre la sigue exclamando “¡señorita, señorita!”. Baja en Sants. El hombre aún la sigue. Ella corre más. Se adentra en el barrio. Con la confusión se ha desorientado. Cuando vuelve a mirar hacia atrás para ver si aún la sigue, tropieza con un señor a la salida de un restaurante. Esta vez, es un caballero elegante, que viste un traje impecable. Eva le explica lo ocurrido. El caballero se ofrece a acompañarla hasta casa de su abuelita. Eva descubre que no tiene su cartera.
Llegan a casa de la abuela. Cuando les abre la puerta pregunta a Eva quién es el caballero. Ella le explica todo lo que ha sucedido. El caballero aprovecha la situación para ofrecerle a la abuelita un seguro para el hogar: “¡Hay que estar protegidos de los malhechores en estos tiempos que corren!” le dice.
La abuelita se lo queda mirando unos instantes, enfocando con las párpados. Le invita a pasar para que le informe más sobre la oferta. La abuelita acaba contratando un seguro para su hogar.
Al día siguiente Eva recibe una llamada: es la policía explicándole que un buen hombre fue a entregar su cartera.

"La sirenita"

...
Bernarda entra en el mercado. Llega a la pescadería dónde acostumbra a comprar. Luisa, la pescadera, está un poco alterada. Confiesa a Bernarda que hoy ha sucedido algo increíble: una dorada le ha confesado un gran secreto antes de morir. Bernarda abre los ojos sorprendida. Luisa prosigue.
- ¿Conoces la historia de la sirenita?
- No, no la conozco.
- Fue una sirena que soñaba con conocer el mundo de los humanos. Cuando tuvo la edad suficiente, su padre le permitió subir a la superficie, advirtiéndole de lo peligrosos que son los humanos. Ella subió y se enamoró de un príncipe, tras rescatarlo del naufragio de su nave. Para volverlo a ver, hizo muchos sacrificios, entre ellos aceptar el pacto con una bruja de quedarse sin voz a cambio de un cuerpo humano. Pero de nada le sirvió ya que el príncipe finalmente se enamoró de otra mujer.
- Ah, sigue, sigue…
- Sobre el final hay varias versiones. Algunos cuentan que muere, como le predijo la bruja que pasaría si su príncipe amaba a otra mujer. La sirenita tuvo ocasión de salvarse, pero como para ello debía lastimar al príncipe, prefirió sacrificarse por él. Una visión un poco moralista, para mi gusto recibió un severo castigo tras no hacer caso de las advertencias que le fueron hechas: si no hubiera abandonado su lecho familiar nada de eso le hubiera ocurrido. Otros cuentan que se casó con el príncipe, y que hasta su padre fue a la boda, aunque con esa versión tan idealista, no me extraña que haya tantas frustraciones: en la vida real no existen este tipo de desenlaces…
- ¿Y tu que crees?
- Ahora viene lo bueno: la dorada me contó que acostumbraba a visitarla para oírla cantar. El príncipe le rompió el corazón, y ella se desvaneció cayendo al fondo del mar. Su padre la perdonó abrumado por la alegría de volver a verla. Le costó superarlo, pero después de un tiempo, conoció un joven tritón, que había sido aprendiz de la bruja. El joven se enamoró perdidamente de ella. Le prometió que podrían ir juntos de vez en cuando a visitar a los humanos, ya que él se aprendió el conjuro que les podía proporcionar piernas temporalmente. Fueron felices y viajaron por todo el mundo. Ahora, aunque de vez en cuando discuten, viven felices en una cueva en el fondo del mar.