"Cuando sea mayor quiero ser..."

Tengo treinta y un años, y por fin creo saber que es lo que quiero ser de mayor.
No sé por qué extraña razón, conforme han ido pasando los años me he ido volviendo más indeciso. Cuando era un niño tenía las cosas bastante claras, ya que con tan sólo cinco años decidí que sería como Carl Lewis, el hijo del viento. No me perdí ni una de sus carreras. Me encantaba el momento en el que cruzaba aquella cinta. Cerraba los ojos y me imaginaba en su lugar, disfrutando de la aclamación del público. Mi padre no puso muy buena cara cuando le hablé de mis aspiraciones. Enseguida me hizo entender que ese tipo de deportes sólo lo podían practicar los ricos y me sugirió después, que no me podría apuntar a ningún club de atletismo, pero que si me gustaba correr, podía hacerlo en el parque del barrio.
Cumplí los diecisiete años y llegó ese terrible momento en el que tienes que decidir, sin conocer ninguna profesión, qué es lo que vas a hacer el resto de tu vida. No lo tenía claro, a pesar de ser un buen estudiante. Nada me gustaba o disgustaba especialmente. El día que tuve que elegir mis preferencias, mi lápiz se movía de un lado al otro del papel como si tuviera vida propia, hasta que al final marqué una cruz sobre arquitectura. Pensé que era una profesión a la que confluían diferentes disciplinas como el arte, la historia o la física. Así podría hacer un trabajo técnico y a la vez creativo. Además se ajustaba perfectamente a las expectativas de mis padres, ya que a diferencia de otras licenciaturas, ésta me auguraba un futuro prometedor.
Antes de haber acabado la carrera ya trabajaba en un buffet de arquitectos en el que lo más cercano a un trabajo creativo era elegir el color de algún acabado de fachada. Me pasaba el día haciendo una especie de rompecabezas, intentando encajar el máximo de pisos de treinta metros cuadrados en una parcela, porque de otra manera el promotor se buscaba otro buffet. En realidad, la figura del arquitecto se acercaba más al de una prostituta que al Dios creador que nos habían pintado en la universidad. Y mi papel en la oficina era servir a esas prostitutas, que nunca estaban de muy buen humor. La tortura se incrementaba cuando veía a mis amigos y familiares hipotecarse, a pesar de mis advertencias, por esos zulos. Si por lo menos me hubiese llevado un sueldo digno, tal vez eso hubiese acallado la voz de mi conciencia. Pero, contra todos los pronósticos de mis padres, ni siquiera tenía un contrato. Aunque eso no me agobiaba tanto como pasar ocho horas sentado frente al ordenador, con lo que me gustaba correr y estar al aire libre.
Tenía unas ganas terribles de abandonar mi trabajo como lo hacía el tío del anuncio de la Coca Cola, pero de que podría trabajar, si lo único que sabía hacer era dibujar en autocad y correr, aunque tal vez era demasiado tarde para convertirme en un atleta profesional.
Antes de que tuviese cualquier tipo de iniciativa, la crisis decidió por mí. Me quedé en la calle y además, sin paro. Enseguida me apunté a todas las páginas de contactos profesionales que encontré. En medio de mi desesperación me llegó un mail informativo para presentarme a oposiciones de mosso d’esquadra y cuando me disponía borrarlo, pensé “¿por qué no? Seguro que es mucho más interesante que pasarme ocho horas sentado en una silla y además podré practicar mi deporte preferido”.
Fue un poco duro pasar las pruebas pero al final lo conseguí. Era tan emocionante. Nada que ver con el monótono trabajo en la oficina. Cada día era una nueva aventura, un chute de adrenalina, y sobretodo cumpliendo con mis expectativas: corría. En las persecuciones, muchos de mis compañeros preferían coger el coche. No entendían muy bien mi afán por perseguir a los ladrones corriendo, pero para mi representaba una gran liberación. Llegaba hasta el punto de dejarles algunos minutos de ventaja, y cuando el detenido se quedaba petrificado le susurraba “corre, corre”. Estaba encantado con mi nuevo trabajo. Además las condiciones laborales eran inmejorables, dos mil euros netos trabajando una semana sí y otra no, y lo mejor de todo: teníamos contrato.
Sólo había algo que no acababa de llevar bien del todo. No sé por qué extraña razón no acabábamos de ser muy populares. Aunque de la forma más educada que podía, le informaba a la gente que debían abandonar las plazas públicas para respetar el descanso de los vecinos, sólo recibía insultos o malas miradas. Nunca entendí por qué se enfadaban tanto, sólo acataba órdenes, no era yo quién las inventaba.
Pronto mis amigos comenzaron a distanciarse de mí, y con los del trabajo no me sentía demasiado integrado, creo que me veían un poco rarito. Así que me di de alta en una web de contactos para encontrar nuevas amistades, pero estas se veían extrañamente truncadas cuando les contaba mi profesión. De qué me servía la estabilidad laboral o el dinero si ello me aislaba.
Volvía a estar completamente perdido, hasta que hace aproximadamente un mes tuve una gran revelación. Ya sé lo que quiero ser de mayor. Por fin he encontrado un trabajo que me llena verdaderamente. Disfruto del aire libre y aunque no me hago de oro, tengo unas condiciones laborales decentes. La gente me recibe siempre con una sonrisa y si cabe con una buena propina. Y lo mejor de todo es que mis jefes me permiten llevarlo a cabo corriendo. Ahora soy repartidor de flores a domicilio.

Cobrades Anonimos. Narración.

Cobardes anónimos es un conjunto de relatos independientes que comparten algunos de sus personajes y narran, desde diferentes puntos de vista, vivencias cotidianas con la introducción de algún elemento irreal. Una buena terapia para los tiempos que corren.

Txus Molina narrará estas breves historias con la colaboración de Mercè Piqué, Natàlia Valldeperas, Joan Capdevila, Josep Solé, Inma Rodríguez, Sergi Fontanals, Raul Valverde y Giseli Moura.

(Il.lustració de Laura Gómez)

"El mejor amigo de Lucy"

Hasta el día de hoy, Luis no ha sido realmente consciente de la magnitud de su problema. Cinco minutos antes de que den las ocho, entra en una sala inundada de escritorios separados por unas mamparas grisáceas, tras las que se esconden entes que hablan a través de unos auriculares. Se desliza por el camino laberíntico que dibuja la disposición de las divisorias, hasta llegar a una mesa con su nombre serigrafiado sobre una placa. Toma asiento y se coloca unos auriculares lanzando un largo suspiro.
— Buenos días, mi nombre es Luis Rodríguez. ¿En qué puedo ayudarle?
— Verá, ¡hace ya cinco meses que contraté la línea ADSL y todavía no puedo conectarme a Internet!
— Bien, facilíteme su DNI. Le abriré un expediente sobre la incidencia.
— ¡Ya estoy hasta los cojones! Siempre me decís lo mismo. Ya es mi sexta llamada. ¡Lo que quiero es que me envíe un técnico inmediatamente!
Luis agacha la cabeza ligeramente mientras cubre csu boca con la palma de su mano.
— Bshh, bshh, bshh... Disculpe, creo que hay interferencias. No le recibo bien…
Luis cuelga algo aliviado. Y así se suceden las interminables nueve horas de su jornada laboral. Entre llamada y llamada se imagina cenando con Lucy bajo la cándida luz de unas velas, acompañados por un buen vino y un enorme “chuletón” de ternera, fantasía que le hace más llevadera su interminable jornada. Sale del trabajo sonriente, fantaseando aún con la cena y se dirige al cajero más próximo, que para su sorpresa, tan sólo le escupe una notificación que desdibuja su sonrisa. No se explica cómo le ha durado tan poco el mini préstamo que solicitó hace unos meses. La verdad es que no se ha privado de nada, cada deseo de Lucy han sido órdenes para él. Desde que empezaron a vivir juntos, quiso que se sintiese como una reina, que jamás le faltase nada. Pero como más le daba, más caprichosa se volvía y con su modesto salario no podía asumir los gastos. Sale del cajero y decide pasarse por la carnicería a ver qué puede hacer con lo que lleva en metálico.
Al llegar a casa se extraña de que Lucy no venga a recibirlo como acostumbra. La llama, pero no recibe ninguna respuesta. Se extraña al oír el sonido del televisor. Cuando entra en el salón descubre a Lucy aposentada en su sillón con el mando bajo su pata delantera, totalmente erguida, luciendo esas manchas negras que se extienden sobre su blanco pelaje del que se siente tan orgullosa. Luis la mira atónito. No puede creer lo que ven sus ojos. Ese es su sillón, ella ya tiene el suyo que por cierto le costó un ojo de la cara. La situación ha llegado demasiado lejos, se dice a sí mismo mientras se acerca a ella emitiendo una especie de sonidos guturales que intentan pedirle educadamente que le ceda su sitio. Ella le devuelve esa mirada altiva tan suya, que deja a Luis fuera de combate. Intenta recuperar el mando, pero Lucy se le adelanta desplazándolo con un sigiloso movimiento de pata. Luis se detiene cabizbajo, intentando pensar una nueva estrategia. Abre la bolsa de la carnicería y saca un “chuletón” de carne, que deposita después en uno de los platos de Lucy, justo al lado de la puerta que da a la cocina. Ella lo mira dibujando una sonrisa cínica sin mover un solo pelo de su cabellera. Luis baja la mirada, la ha infravalorado, ella no es tan estúpida como para ceder su nueva condición de poder a un precio tan bajo. Resignado, toma el sillón aterciopelado de Lucy y se acomoda a su vera. Se queda mirando fijamente el televisor sin percatarse de lo que se está retransmitiendo. Constriñe los ojos con aire pensativo. Todavía no entiende como han llegado hasta tal punto, ya no recuerda exactamente en qué momento comenzaron a volverse las tornas. Tampoco recuerda cómo era su vida antes de que Lucy entrara en ella. Sólo tiene la imagen del día en que la vio por primera vez. Vagaba solitario, un día gris, por las calles de la ciudad cuando pasó por la tienda de animales. Ella estaba ahí, luciendo su hermosa cabellera totalmente erguida y con la mirada altiva. Luis supo en ese instante que era ella lo que le llenaría su profundo vacío, y la conseguiría costase lo que le costase. Y la verdad es que no se imaginaba que le costaría tanto porque aún no sabía que era un perro de raza muy valorado. Pero en ese momento no le importó. Esos días fueron los más maravillosos de su vida. Paseando por el parque, todas las mujeres qué antes ni se percataban de su presencia ahora se volvían para mirarle. Cuando Lucy se paraba a jugar con otro perro, él tenía la excusa perfecta para entablar una conversación con su dueño o, todavía mejor, con su dueña. Definitivamente sus días de soledad se habían terminado. Y todo gracias a Lucy. Tal era su devoción, que no le dio importancia al hecho de que empezara a tirar de la correa con tanta intensidad que era ella quien lo arrastraba. Ella decidía cuanto duraban sus conversaciones con los demás transeúntes, y algunas veces ni le dejaba tiempo para sacar la cartera y comprar el periódico. Llegó hasta tal punto en que era ella quién decidía cuándo salían a pasear, posando sobre su mano la empuñadura de la correa. Pero nunca lo tomó a mal, más bien se sentía orgulloso de que su pequeña tuviera iniciativa y no fuera un simple perro estúpido.
El estómago de Luis emite una especie de ronroneo. Se levanta y se dirige a la cocina. En la nevera sólo encuentra unas albóndigas de su madre algo florecidas. Cierra la nevera y se dice “¡que coño!” mientras vuelve al salón. Se agacha y recupera el “chuletón” del plato de Lucy. Ella se levanta del sillón y se dirige al perchero. Da un brinco y agarra su correa entre los dientes. Se asoma por la ventana con la mirada amenazante. Luis baja los hombros, vuelve a depositar el trozo de carne en el plato y lo coloca junto al sillón. Vuelve a la cocina y rebusca entre los armarios, pero no encuentra nada comestible. Detrás de la puerta, ve una bolsa de pienso entreabierta. Cabizbajo, se pone dos puñados en un bol, que rellena después con un poco de leche.
- Tal vez debería volver a terapia -se dice mientras come la primera cucharada.

"Monólogos estropajiles"

Buenas noches, señores y señoras. Mi nombre es Consuelo, y me dirijo a ustedes para confesarles que he cometido un asesinato. Pero no se asusten pues no fue premeditado, sino fruto de un impulso incontrolable. Si me permiten, después de haberme desnudado de esta manera, me voy a conceder el atrevimiento de tutearles.
Las chicas de ahora lo tenéis muy fácil. Podéis gozar completamente de vuestra independencia, ya no os sometéis a ningún hombre. Si una relación no os convence lo dejáis correr sin que esté mal visto. Podéis tener relaciones íntimas con quién deseéis sin que nadie os trate de putas. Y me parece muy bien, ya me gustaría a mí haber tenido tanta libertad. Yo nací en un pueblo durante la posguerra, en el que te tachaban de puta por el simple hecho de llevar tacones. En la escuela me enseñaban las Normas de Conducta de la Sección Femenina de la Falange, y me casé casta y virgen. Gocé, eso sí, de una ventaja con respeto a mis padres, ya que nadie me obligó a casarme con mi marido. Con todo y con eso no aproveché demasiado esta pequeña ventaja, aunque me duela reconocerlo no tuve demasiado ojo en mi elección. La verdad es que me casé enamorada, era un hombre muy guapo y delicado. Por lo menos hasta el día del enlace, porque desde entonces, yo me quedaba en casa fregando mientras él salía con sus amigos de cañas. No me llevaba al cine ni a pasear por el parque y yo, como una completa ilusa, me esmeraba en hacerle comidas cada vez más buenas por si acaso se sentía descontento y por esa misma razón no tenía detalles conmigo. De los pocos encuentros amorosos que tuvimos, nacieron cinco lindas niñas, porque como sabéis el uso del preservativo no estaba bien visto ante los ojos de Dios. A partir de entonces nuestras relaciones sexuales menguaron, bueno más bien desaparecieron. Pero la verdad, a mi no me importó porque para ser honesta nunca sentí un gran placer en ello. Os puedo confesar que hasta el día de hoy, todavía no sé lo que es un orgasmo.
Con el tiempo, construimos una rutina muy difícil de alterar. Yo me pasaba el día en casa limpiando y cuidando de las niñas, y él estaba todo el día fuera de casa, en el trabajo o de bares. De vez en cuando teníamos discusiones, sobretodo por el dinero, pero en el momento que se ponía un poco furo, yo me achantaba y volvía a mi rincón en la cocina. Es que siempre ha tenido un temperamento muy fuerte y cualquiera le lleva la contraria cuando se le cruzan los cables.
Un día llegó extrañamente antes de tiempo del trabajo. Yo le pregunté que le pasaba, pero en vez de explicármelo me exigió que le trajera una cerveza con un tono excesivamente tenso. Y desde entonces comenzó a pasar los días frente el televisor. Sólo abría la boca para pedirme algo de beber o comer y yo, como una estúpida sumisa, acataba todas sus órdenes por si acaso le pegaba algún berrinche. La convivencia se hacía cada vez más claustrofóbica, él en el salón todo el día y yo en la cocina, sin tan siquiera dirigirnos la palabra. A veces intentaba entablar algún tipo de conversación, pero él no me contestaba.
Me sentía tan sola. No tenía con quién desahogarme, mis amigas estaban hartas de oír mis lamentaciones sin que hiciese nada por salir de aquella situación. Pero es que ellas no sabían como se ponía Julio. Y a las niñas no las quería poner en contra de su padre. Así que un día, sin saber porqué, levanté el estropajo y le comencé a explicar todos mis problemas. Evidentemente no me contestaba, pero puedo aseguraros que sabía escuchar.
Cuando pensaba que no me podía ir peor, llegó una carta de Hacienda. Fui multada con una cantidad que contenía al menos tres ceros. Aquella noche, mientras estaba terminando de hacer una tortilla de patatas, no lo podréis creer, el estropajo me contestó. Reconozco que le había echado algún trago a la garrafa de vino, pero os puedo prometer que no estaba borracha. Cuando le conté lo sucedido él me contestó:
— ¡Tienes que contárselo a Julio y decirle que levante el culo de una vez!
Lo solté y di un paso hacia atrás. Después me mantuve inmóvil durante unos segundos. Pero la verdad es que no me venía mal recibir algún consejo, aunque éste saliera de boca de un estropajo y no de la de un grillo. Así que lo cogí de nuevo y proseguí con la conversación sin elevar el tono de voz, por si acaso Julio me escuchaba.
— Si claro… —susurrando— ya sé que lo lógico sería comentárselo a Julio, pero es que siempre que le he hablado de dinero se ha puesto hecho una furia. Si…
— ¡Tienes que ser más valiente y enfrentarte a él!
— Ya lo sé... pero temo una discusión que acabe con todo, ¿a dónde podría ir con mis hijas con mi situación económica?
Aquellas conversaciones se convirtieron en un gran alivio, aunque no nos acabásemos de entender y de vez en cuando me echara alguna moralina. Cómo la situación económica era un poco precaria, tuve que pedir un pequeño préstamo con un interés bastante alto, sobretodo tratándose de Sr. Álvaro. Fue un poco humillante pero la verdad, no me quedó otra.
Todo volvió a tomar una relativa tranquilidad, incluso Julio estaba más calmado. Ya no me pedía comida ni bebida, ni tan siquiera se levantaba para ir al baño. Yo no me acercaba mucho a él ni le preguntaba cómo estaba, no fuera a ser que siguiese enfadado. Eso sí, de vez en cuando le quitaba con el plumero el polvo que se le acumulaba sobre sus hombros. La relación se hizo más llevadera ya que ninguno de los dos molestaba al otro. Hasta que el jueves por la mañana, mientras limpiaba la habitación de Julio, ¿sabéis lo que encontré? El cabrón tenía escondida una cartera con mil euros mientras yo pedía por ahí limosna de la manera más humillante. Sí, ya sé que él ni tan siquiera sabía lo de la multa, pero era completamente conciente de lo asfixiados que íbamos con el dinero. Además, ¿para qué lo querría? Todavía no lo sé. Justo después me dirigí a la cocina y cuando se lo explique a mí querido amigo, él me contestó:
— Ahora mismo sacas el dinero del cajón, se lo enseñas a Julio y le dices que nos lo vamos a gastar en un increíble fin de semana en Caldea.
— ¡Sí hombre! ¿Por qué no se lo dices tú?
— ¡Porque yo no me casé con él!
— Mejor lo dejo ahí, no vaya a ser...
— ¿Qué? Vamos Consuelo... ¡Siempre te pones alguna excusa!
— Ya estoy harta de tus consejitos... la teoría se ve muy fácil desde tu posición...
— ¡Lo que pasa es que eres una cobarde y nunca cambiarás, y te quedarás toda tu vida pudriéndote al lado de un hombre que nunca te ha querido y para el que sólo eres una simple sirvienta, y encima le sales gratis!
La verdad escuece. Aquella noche no pude conciliar el sueño, su voz me penetraba por los oídos, aún estando en mi dormitorio. Así que atacada por mi insomnio, me levanté, entré en la cocina, cogí el cuchillo jamonero, y le corté cada uno de sus tirabuzones metálicos.

"En clase de música"

Hasta que entré en la pubertad, mi juego favorito era el de dar clases de matemáticas. Sí, sé que parece un poco extraño, pero disfrutaba compartiendo mis nuevos conocimientos adquiridos en el aula. El procedimiento siempre era el mismo. Durante el recreo, me dirigía directamente hacia uno de los muros que rodeaban el patio, sobre el que se extendía un mural con niños y niñas vestidos con batas a rallas, que jugaban felices cogidos de la mano. Además todos eran rubios y sin defecto alguno. Menuda hipocresía. Como tiza utilizaba una cáscara de pipa recolectada directamente del suelo, que siempre estaba lleno de los desechos de los más mayores. Y así comenzaba mi lección de matemáticas. Siempre dibujaba unos números enormes para que pudieran verlos hasta los de la última fila. Nadie mejor que yo para entender la dificultad de percibir algunas figuras desde la distancia: es el lastre de los miopes.
Como ya os he comentado era un poco rarita. A diferencia de los otros niños, después de las clases de gimnasia, las de música eran las que menos me gustaban. Y es que Viçens, el profesor, no tenía demasiada autoridad. Durante sus clases yo era la única que ocupaba mi pupitre, que por cierto estaba impecablemente ordenado, mientras el resto de los niños armaban barullo. A mi lado se sentaba Meritxell. Su pupitre era un caos, su bata siempre estaba mugrienta y agujereada de tanto arrastrarse por el suelo. Es más, olía a cemento. Y lo que es peor: pasaba las clases pellizcándome. Tengo que reconocer que yo era una víctima bastante fácil, para ser exactos era bastante empanada porque cuando me acribillaba a pellizcos, yo ni me inmutaba.
Un día como cualquier otro, durante el recreo, Cecilia, una profesora en período de prácticas, se acercó a mi un poco intrigada sobre mi peculiar entretenimiento.
— María, ¿con quién estás hablando?
Yo me ruboricé, ya que estaba convencida de pasar desapercibida. Se trataba de una pregunta retórica porque evidentemente mis interlocutores eran invisibles. Sí. La exclusión a la que me vi sometida por parte del resto de los compañeros de clase, me llevó a crearme unos amigos imaginarios. Era totalmente consciente de su inexistencia, pero hablar con ellos me hacía sentir más acompañada. Por suerte, en aquella época todavía no havia psicólogos en las escuelas. De no ser así, tal vez ahora estaría totalmente adicta a alguna sustancia química. Cecilia, prosiguió su interrogatorio al ver que no contestaba a su pregunta, mientras apuntaba con el dedo índice hacia un grupo de niñas sentadas en el suelo jugando a cromos de picar.
— ¿Has jugado alguna vez?
No. Jamás había jugado, pero es que pedirles que voltearan una carta a mis amigos invisibles ya era demasiado. Por cortesía y para que no me preguntase más, me acerqué a aquel grupo de niñas.
— ¿Puedo jugar? —les pregunté con la mirada baja.
— Creo que con tu corte de pelo te pega más ir a jugar con los niños a fútbol —contestó Berta, entre una alud de carcajadas, mientras meneaba con arrogancia su larga trenza dorada. Nada que ver con esas niñas dulces y adorables dibujadas sobre el muro del patio.
Por la noche, cuando entré en la cocina, mi madre susurraba algo un tanto alterada, con la mirada fijada en el estropajo, que sostenía con la mano levantada. La versión, supongo, de mis amigos imaginarios. Un ligero olor a quemado interrumpió su monólogo. Tomó un cucharón y removió las patatas agarradas en la sartén.
— Mami… —intervine intentando llamar su atención—, hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Ella, sin tan siquiera dirigirme la mirada, me contestó:
— Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo Ángela Channing, personaje de una de las series que está más de moda. Además —prosiguió— es muy práctico, así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.
Con el tiempo, me he dado cuenta de que poseía una cualidad que me fue de gran ayuda: era una completa ilusa. Al día siguiente, caminaba por el patio con la cabeza bien alta, al fin y al cabo, llevaba un peinado de alguien muy famoso. Pasé por delante del muro sobre el que acostumbraba a dar la lección, sin detenerme, hasta llegar al campo de fútbol, dónde estaban los niños formando equipos. Pau, uno de ellos, se propuso como capitán de uno de los equipos. Gerard se ofreció para ser el cabeza del equipo contrario. Yo aproveché la situación.
— ¿Puedo jugar? —con aire decidido.
— ¡No! —inquirió Pau.
Raúl se aproximó y le sugirió que aceptase la propuesta ya que uno de los niños estaba enfermo y necesitaban a alguien más para formar dos equipos. Los demás aceptaron y a Pau no le quedó otra opción que resignarse.
Gerard y Pau se jugaron a piedra, papel o tijera quién comenzaría a elegir. La suerte no estaba de parte de Pau, quién completamente irritado tuvo que asumir que yo jugaría con ellos. Por supuesto me colocó en la portería. Se dio inicio al encuentro. Yo me mantenía todo lo atenta que podía al juego, un poco temerosa por los balonazos que daban aquellos niños. Hasta que uno de ellos se acercó a mi portería y cuando lanzó el balón mi reacción fue agacharme y cubrirme la cara con los brazos. El balón entró y como era de esperar, provocó una fuerte discusión entre los componentes de mi equipo.
— No te tendría que haber hecho caso, para eso mejor jugamos los cuatro —le recriminó Pau a Raúl.
— No exageres... ¡sólo es un juego!
Pau se acerco a mí y me apuntó con su dedo índice.
— No sé de qué te sirve tener cuatro ojos.
— ¡Déjala en paz! —interrumpió Raúl.
— “Uuuhhh” ¿Ahora la vas a defender? ¡Ni que fuera tu novia!
Todos los demás se comenzaron a reír a carcajadas. Raúl, como si de un insulto se tratase, le lanzó una mirada sumida en ira y se precipitó sobre él. Todos los demás los comenzaron a animar formando un círculo y gritando «Pelea, pelea», a modo de orangutanes. Fue la primera y última vez que dos hombres se pelearían de aquella manera por mí, aunque el motivo no fuese muy sugerente. Cecilia se percató de la situación y enseguida intervino.
— ¡Parad de una vez! ¡Si os volvéis a pelear os quedáis todos sin recreo! Venga, ¡seguid jugando!
Raúl se acercó a mí, y con la expresión alterada que adquiere un macho después de una pelea me exclamó:
— ¡Eh, tú! La próxima vez que veas acercarse la pelota no escondas la cara. ¡Cógelo, que no te comerá!
Se reanudó el juego. Esta vez no quería decepcionar al único que me había sacado la cara, a pesar de que le afectase tanto que lo vinculasen emocionalmente conmigo. Uno de los chicos del equipo contrario le quitó el balón a Pau. Después de su arrogancia, tampoco era tan bueno. El delantero se acercó a mi portería y lanzó la pelota. Yo me concentré sin apartar la mirada de aquel balón que se precipitaba contra mí a una velocidad incalculable. Tengo que reconocer que era un poco lenta de reflejos, porque antes de que pudiese reaccionar, el balón ya había impactado contra mi cara. Perdí las gafas en el impacto. Me agaché, calmándome la cara con una mano y palpando el suelo en busca de las gafas con la otra. Avancé, al no encontrar nada, y mientras di un paso para alante oí un crujido que me dolió más que el pelotazo.
Por la noche entré en la cocina con las gafas partidas por la mitad. Mi madre estaba batiendo unos huevos, a un ritmo esquizofrénico.
— Pero… ¿Qué ha pasado? —me interrogó mi madre.
— Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado mientras las buscaba.
Mi madre lanzó un leve suspiro. Después se llevó las manos a la cabeza lamentándose de lo mal que íbamos de dinero.
— Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma? —volvió a suspirar—. ¡Ven! vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.
El día siguiente, a primera hora, teníamos clase de música. Yo llegué unos minutos más tarde. Mi madre tuvo la brillante idea de unirme las gafas fracturadas con un trozo de esparadrapo. Me detuve temerosa en el umbral de la puerta del aula. Vicenç todavía no había llegado. Los niños armaban barullo alrededor de las mesas, aprovechando la ausencia del profesor. Por fin me decidí a entrar y enfrentarme a esas pequeñas fierecillas. Como era de esperar fui recibida entre un alud de carcajadas. Con la cabeza baja, ocupé mi asiento y me dispuse a ordenar mi pupitre. Unos minutos más tarde, Viçens entró airado con las manos llenas de papeles que iba perdiendo a su paso. Dejó los restantes en su mesa, y volvió a recoger los que se le habían caído. Por el camino emitió algún sonido con intención de que los niños se callasen, pero como de costumbre, sin mucha autoridad. Los alumnos no se calmaron hasta la tercera vez que alzó la voz. A pesar de que el silencio aún no era absoluto, Viçens, inició su clase. Meritxell se sentó y comenzó, como acostumbraba a hacer en las clases de música, a pellizcarme con malicia. Yo no opuse ningún tipo de resistencia. Me quedé mirando al frente sin apenas reaccionar, hasta que por fin se cansó y se detuvo. Ni tan siquiera me giré para ver que estaba haciendo, simplemente me relajé. Una de las paredes laterales del aula, estaba decorada con algunos lemas. “Amaos los unos a los otros como Dios os ha amado”, decía uno de ellos. Claro, como si fuera tan fácil, me decía. Después giré levemente la cabeza, y me quedé absorta mirando por la ventana. A menudo soñaba que Bastián, el perro volador de La Historia Interminable, aparecía por la ventana para rescatarme y dar su merecido a los demás.
Meritxell interrumpió mi ensoñación tocándome el brazo con la punta de su dedo índice. Cuando me di la vuelta, su imagen se nubló progresivamente por las friegas que me dio con una barra de pegamento sobre el cristal de mis gafas. Era lo que me faltaba para llevar un look de lo más retro, al puro estilo Barragán. No fue una sorpresa que me volviese a convertir en el mono de feria de la clase. Viçens no dijo nada, estaba demasiado ocupado intentando controlar a los demás. Yo suspiré mientras pensaba que era una lástima que los perros no volasen.
Aquel día llegué a casa completamente indignada. Cuando entré en la cocina, mi madre estaba a punto de darle la vuelta a una tortilla de patata.
— Hija, pásame la tapa de la sartén.
— Mamá… tienes que cambiarme de colegio —mientras se le pasaba—, ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas. Todos se reían sin parar…
Mi madre, sin prestarme atención le dio la vuelta a la sartén. Cuando la levantó, sólo había quedado sobre la tapa una porción de la tortilla.
— ¡Me cago en la mar! —mientras dejaba la sartén y la tapa sobre el mármol—, ¡lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña!
En aquel instante odié profundamente a mi madre, seguro que cualquier otro padre me hubiese cambiado de escuela.
A primera hora de la mañana, Viçens repartía algunos instrumentos para que los pudiésemos ver. Meritxell comenzó a pellizcarme para no perder la costumbre. Yo arrugué la frente mientras Viçens nos explicaba el funcionamiento de cada instrumento, aunque era difícil llegarlo a entender por el barullo que formaban los alumnos. Algunos comenzaron a tocar los instrumentos sin ton ni son. Meritxell me pellizcaba con más intensidad, excitada por el ruido, mientras me cuchicheaba al oído que lo hacía porque era fea. Yo presioné los labios con ira sin dejar de mirar al frente. El barullo era cada vez más estridente, una mezcla de flautas desafinadas y “tamtames” golpeados bruscamente. Entonces Meritxell se levantó para coger algo del corcho. Cuando volvió a tomar asiento, noté un pinchazo de aguja en el brazo. Me giré bruscamente mirándola a los ojos, y en un arrebato completamente impulsivo, levanté mi mano derecha y la golpeé con todas mis fuerzas en la mejilla. Jamás antes había sentido tanto placer, y mi única cuestión era por qué no lo había hecho antes. Ella comenzó a llorar desconsoladamente, pero nadie la atendía. Todos estaban extasiados, sumidos en una especie de trance. Viçens se percató y me miró fijamente. Yo bajé la mirada esperando represalias, aunque sin una brizna de arrepentimiento. Pero él estaba demasiado ocupado en un intento de calmar a la clase. Golpeó la pizarra pero los alumnos no reaccionaban. Se aproximó aceleradamente hacia uno de ellos: Pau, el que armaba más escándalo. Le retiró la flauta. Entonces el niño se levantó amenazante y le exclamó que era un maricón. Viçens alzó la flauta con brusquedad como si fuera a golpearle. Lo miró un instante y como si de repente hubiese vuelto en sí, bajó la mano. Se hizo un silencio sepulcral.
Durante el recreo, volví al muro dónde acostumbraba a dar mis clases de matemáticas, conduciendo un autocar invisible. Pensé que era un día perfecto para salir de excursión con mis alumnos imaginarios. Cuando sonó el silbato y entré en el aula, Meritxell ya había ocupado su asiento. Me dio los buenos días de una manera incomprensiblemente dulce. Después me dijo que en unos días sería su cumpleaños y que estaba invitada a su fiesta. Increíble pero cierto. Al final resultó que mi madre me había dado un muy buen consejo. Se hizo un silencio interrumpido por unos pasos firmes. Era Eulalia, la nueva profesora de música.

"Julio y Cesar"

Jamás nadie supo exactamente en que condiciones perdió su trabajo. Aquel día llegó a casa antes de tiempo, se sentó en su sofá orejero de terciopelo, tomó el mando y me despertó sintonizando un canal cualquiera. Yo hacía mucho tiempo que pasaba los días en letargo, las niñas estaban en el colegio, y Consuelo sólo se aproximaba a mí para lavarme la pantalla o cambiarme el pañito por uno recién lavado. Al oírle entrar, su mujer salió de la cocina algo extrañada para preguntar a su marido la razón de su presencia. Él sin tan siquiera dirigirle la mirada, le ordenó que le trajera una cerveza. Consuelo, intimidada por la expresión de Julio, se dirigió a la nevera.
Cuando las niñas llegaron a casa no se atrevieron a preguntar a su padre, tal vez advertidas por Consuelo, como le había ido el día. Y no es de extrañar porque cuando Julio se enfadaba, era mejor dejarlo tranquilo. Desde la cocina comenzaron a surgir unos susurros indescifrables. Julio frunció el ceño presionando los labios con un leve tembleque, y comenzó a cambiar de canal con un aire un poco esquizofrénico. Estaba claro que no le gustaba para nada esa exclusión de la que por primera vez era consciente, ya que antes casi nunca estaba en casa. Por fin dejó de marearme evadiéndose en un aburridísimo partido amistoso de fútbol.
Desde entonces, persuadido por su orgullo, se sumió en un silencio que sólo interrumpía para saciar sus necesidades básicas. Esa actitud no sorprendió demasiado a su mujer y a sus tres hijas, acostumbradas a tener una relación distante con el hombre de la casa. Nadie le preguntaba como se encontraba, ni sabían como había encajado la pérdida de su trabajo. Las chicas establecieron su nuevo lugar de encuentro en la cocina, de la que surgían esos susurros que tanto le molestaban. Cuando esto sucedía, Julio desde su butaca, volvía a fruncir el ceño presionando con fuerza los labios. Pero en vez de intentar intervenir en sus conversaciones, se limitaba a hacer zapping presionando con fuerza los botones de mi mando. Cada vez que el apetito apretaba su estómago, exclamaba un “tengo hambre” mientras golpeaba uno de los reposa brazos con el puño cerrado. Ya ni se sentaba a comer en la mesa con el resto de la familia. Sólo abandonaba su sillón para dormir en la habitación o para ir al baño, y el pijama a rayas de franela se había convertido en su indumentaria habitual. Progresivamente se fue volviendo adicto a magazines como Sabor a ti o Día a Día, nunca entendí si los miraba porque era lo más asequible de la franja horaria o para entender una psicología femenina que le era tan desconocida. El caso es que llegó a estar tan enganchado a este tipo de programas que reemplazaba los partidos del sábado por el show Salsa Rosa. Supongo que en el fondo disfrutaba viendo a la gente abucheándose, como una especie de catarsis personal. Las chicas ya no me prestaban atención, y entre Julio y yo comenzó a crearse un vínculo por la cantidad de horas que pasábamos uno delante del otro.
Una tarde como cualquier otra, la presentadora del programa El Diario de Patricia, introducía en su show a Cesar, un señor de avanzada edad que ya no se hablaba desde hacía algún tiempo con las mujeres de su casa. Julio se incorporó levemente con los ojos abiertos. Patricia, complementó la presentación de su invitado, explicando que hacía años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas, hasta tal punto que lo único que oía en su casa eran susurros. Inmediatamente después inició su entrevista preguntando por el inicio de esa situación, pero tras la escueta respuesta de su invitado, prosiguió con preguntas más concretas, con intención de sonsacarle más información.
— Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar —se hizo un breve silencio— ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia?
— La verdad es que cuando llegaba a mi casa, las niñas estaban en la cama, siempre llegaba muy tarde, tú sabes… empiezas con una caña después del trabajo…
— No, no lo sé, yo después del trabajo voy directamente a mi casa —con tono condescendiente—. ¿Y con tu mujer?
— Bueno, por entonces… teníamos discusiones, yo creía que ella malgastaba mi dinero y ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… el sexo…
— Veo que no iba muy bien la cosa… —interrumpió Patricia— Pero, ¿tenías algún detalle con ella?
— Bueno —alzando la mirada—, una vez le regalé una rosa para el día de Sant Jordi.
— Hijo mío, no te debiste agotar demasiado con tal esfuerzo... —entre las risas del público—. ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas?
— Pues, verás… —aflojando el tono de voz—, por aquella época, cuando González, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie. Ellas tampoco se acercaban a mí para preguntarme cómo estaba, tan sólo oía esos terribles susurros...
— Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
— Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa —con tono débil.
— Cesar, mírame —con un aire dramático excesivamente forzado—, ¿qué les dirías ahora mismo si estuvieran presentes?
— Pues, que…
— Pues escuchen bien desde sus casas —interrumpe Patricia con tono de voz enérgico— hoy César va a conseguir hablar con una de sus hijas, ya que el equipo del programa ha podido localizar su número de teléfono —se detuvo un instante ante los aplausos del público y prosiguió—, pero, señores, señoras, ¡todo esto y más, después de la publicidad!
Fue la primera vez que Julio no practicó su nuevo deporte favorito durante la publicidad, y aguantó estoicamente los diez minutos con anuncios de coches y detergentes. Tras un breve resumen de la historia de su invitado, Patricia dio la señal para que la llamada entrara en directo. Persuadida por la insistencia de la presentadora, la hija de César intervino.
— Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa de televisión para hablar conmigo.
— ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre? —intentaba aclarar Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantenía su audiencia.
— No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo —muy solemne—. No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, un cariño que nunca nos has dado —añadió.
Una lágrima descendía por los pómulos de Julio sin que sus párpados a penas pestañearan. Fue entonces cuando me di cuenta de la depresión en la que estaba sumido. Hasta entonces, sólo lo había visto llorar una vez: el día en que el Príncipe de Asturias y Leticia tuvieron su primogénita y esto aún lo puedo llegar a entender porque él era la persona más apegada a la monarquía que he conocido. Su dedo índice se detuvo medio centímetro por encima del mando, sin que éste llegase a tocarlo y los extremos de sus ojos y sus labios cayeron ligeramente.
Ese día Julio no durmió en su habitación. A la mañana siguiente, cuando desperté, seguía en la misma posición y la misma expresión lánguida, que no cambió en las sucesivas semanas. El polvo se comenzó a posar sobre sus hombros y el color de su piel se volvió más pálido. Las chicas no le dieron importancia a que no reclamara su comida y a que no se levantase para ir al baño, porque aunque no fuese un comportamiento muy natural no querían estorbarlo por si aún seguía enfadado. Sólo Consuelo se aproximaba a él de vez en cuando, para pasar el plumero sobre su superficie, apartando la suciedad que se acumulaba sobre sus hombros y su cabeza. Yo me quedé a su vera, cambiando de canal para que no se aburriese, hasta que con el paso de la televisión analógica a la digital, fui reemplazada por un televisor LCD de última generación.

"Los reyes son..."



El sábado era mi día favorito. Bajábamos a la ciudad para hacer algunos recados y de paso visitábamos a mis primas. El resto de la semana, la pasaba recluida en nuestra humilde mansión, en una aldea de la que éramos los únicos habitantes, muy cerca de La Seu d’Urgell. Mis padres se mudaron cuando yo todavía no había nacido, con la intención de educarme en un entorno más sosegado y para sobrevivir hospedaban a algunos excursionistas a un precio bastante asequible. Supongo que a pesar de la decisión que mi madre había tomado, asumía que también era necesario que me relacionara con otras personas de mi misma edad. Sin embargo, no me quitaba el ojo de encima, no fuera que mis primas me diesen a probar esa terrible tentación que tanto le aterraba: la videoconsola. Aunque a mi poco me afectaba esa pequeña restricción, me conformaba con jugar al escondite o hacer carreras de bicis rodeando la mesa del jardín.
Sí, esas escapadas eran el alivio de la soledad a la que mi madre me había condenado, castigo del que ella también fue víctima cuando era una niña, pero que asumió un tiempo después con la convicción de que la había hecho más fuerte.
Uno de aquellos sábados, llegamos a casa de mis primas y me extrañé al no verlas jugando en el jardín. Mi tía salió a recibirnos.
— Tus primas están en el salón, montando el belén, ¡anda, entra! ¡Este año tenemos figuritas nuevas! —me exclamó dándome una chapadita cariñosa en el culo.
En el interior Paula, la menor, y Luisa, la mediana, yacían sobre una montaña de pequeñas cajitas y aquel plastico que contiene burbujas que tanto placer me daba rebentar. Gema, la más mayor, hablaba por teléfono sentada en el sofá, mientras se estrujaba un grano grasoso de la mejilla. Sobre una repisa habían depositado trozos de musgo y algunas de las figuras. Detuvieron una de sus discusiones sobre la disposición de la cueva al verme llegar. Paula se levantó excitada con una de las figuras en la mano.
— ¡Prima, prima! ¡Mira, éste es mi rey! —exclamó mostrándome una figurita de un hombrecito de piel oscura con una larga capa.
— ¿Tu rey? —interrumpí sin comprender lo que quería decir.
— ¡Sí hombre! es el tercero de los tres reyes magos, ¡como yo!
— Pero... ¿y estas capas? ¿dónde están las mochilas? –mientras lo inspeccionaba- ¡No llevan chirucas! —sentencié.
La única respuesta que obtuve fue una terrible e intensa carcajada.
— Prima, ¿nunca habías visto un rey mago?
— Pues claro que los he visto, nos visitan a menudo y algunas veces se quedan a dormir —me defendí—. Estos reyes son de mentira —añadí tirándolo al suelo.
— Niñas —interrumpió Gema, que ya había colgado el teléfono— es inútil que discutáis por eso.
— ¿Por qué? sabionda —interrumpió Paula.
— Porque los reyes no existen, ¡mocosa!
— Sí claro, ¿y quién nos trae los regalos? ¡cara de pizza! –contestó amenazante.
— ¿Pues tú que crees? ¡Papa y mamá! Si no, ¿como te piensas que llegan a todas las casas en una sola noche?
Un silencio se apoderó de la sala, roto por los sollozos de Luisa, que seguía colocando figuras aprovechando la ausencia de su hermana. Paula se cubrió las orejas con la palma de sus manos y corrió hacia el exterior completamente histérica, repitiendose que aquello no era verdad. Yo ni me inmuté, ya que tenía la certeza de que era yo quién tenía la razón.
De vuelta a casa, aproveché la intimidad en el interior del coche, para interrogar a mi madre.
— Mamá... ¿Por qué los tíos traen regalos haciendo creer a las primas que són de parte de los Reyes Magos?
Mi madre se tomó un tiempo para contestar.
— Mira, sé que es complicado de ententer, pero es una tradición que existe hace tiempo.
— Y nosotros, ¿por qué no la seguimos?
— Porque sólo es una excusa para comprar y vender. Ahora los niños sólo piensan en los regalos que van a recibir y recuerdan a unos reyes que nada tienen que ver con los originales...
— Y... ¿por qué nadie más sabe quienes son en realidad los Reyes Magos?
— Mi amor, porque los reyes sólo existen para ti... —soltando la mano de la palanca de cambios para depositarla sobre mi mano.
En efecto, mi madre tenía la tremenda convicción de que aquellos hombres que nos daban dinero a cambio de una noche de hospedaje, venían de muy lejos para visitarnos y de paso dejarnos algun presente.
Entre tanta confusión, mi mente hizo una extraña relación, que en cierta parte tenía su lógica ya que no podía creer en algo que no había visto.
— Mamá... Y Jesus, ¿existió o también es una excusa para comprar y vender?
Mi madre dió un frenazo deteniendo el coche enmedio de la carretera. Me miró y acariciándome la cabellera me dijo.
— Vamos, te llevaré a un lugar para que veas algo.
Con una pequeña maniobra dió media vuelta.
— Jesús fue un hombre muy especial, que vino al mundo para a recordar a los hombres el verdadero mensaje de Dios. Era un hombre bueno, que trataba por igual al rico y al pobre, al sano y al enfermo. Eran muchos los que lo seguían, pero muchos los que lo envidiaban o temían, sobretodo los más poderosos, a quién no les gustaba nada que alguien tan querido por el pueblo proclamase que eran iguales a los más desfavorecidos ante los ojos del Señor.
Suspiró y apartó los ojos de la carretera buscando mi mirada.
— Y tú, Maria Jesús, también eres una niña muy especial.
Tras aparcar el coche, callejeamos un buen rato por el centro de la ciudad. Las calles estaban plagadas de gente con tez rojiza, que se detenían de vez en cuando para hacer alguna fotografía. Tras cruzar una plaza en la que unos músicos distraían a los viandantes, nos adentramos en un callejón que a primera vista parecía no tener salida. Tras un breve zig-zag, llegamos a una plaza vacía, con una fuente en el centro que la presidía. La serenidad del espacio era tal, que contrastada con el bullicio de la ciudad podía llegar a ser estremecedora. En uno de los laterales de la plaza, se levantaba una fachada con algunas perforaciones en la parte inferior, que la delataban como testigo de algun terrible acontecimiento. Sobre el portal reposaba una estatua, condenada a no poder apartarse una paloma que picoteaba su calvície, a pesar de tener el brazo medio levantado.
Mi madre abrió con dificultad la pesada puerta de madera, que sólo descubría un vertiginoso interior oscuro. Mientras entrábamos, un hedor de piedra humeda se apoderó de mis fosas nasales. Mi madre se detuvo unos instantes observando el lugar un tanto afligida. Años después supe que era un lugar que frecuentaba, però que dejó de visitar después por algunas diferencias con algunos de los feligreses. Unos segundos después, a pesar de su rechazo a la institución, se acercó a una pila de piedra, introdujo sus dedos índice y pulgar en el charco de agua que contenía, llevándolos después a su frente, luego al pecho y seguidamente a su hombro izquierdo y derecho. Supongo que se limitaba a una muestra de respeto.
— ¿Qué haces? —le pregunté estrañada.
— Shh —poniendo su dedo índice sobre sus labios— aquí debes hablar más flojito.
Después me explicó como debía santiguarme. Fue entonces cuando descubrí el orígen de ese hedor, mucho más intenso después de ser esparcido sobre mi frente. Mi madre tomó mi mano y nos desplazamos sigilosamente por uno de los laterales, sobre los que se abrían unas pequeñas capillas en las que se podían adivinar unos cuerpos estáticos iluminados por algunas velas. Detras del altar, enmarcado entre una columnata de mármol y unos angeles, se alzaba una cruz de la que pendía un cuerpo totalmente flácido. Comencé a notar un intenso dolor, al ver esos clavos que le perforaban los pies y las manos. Y su mirada, dirigida hacia ninguna parte, totalmente abstraída. “¿Que estaria pensando en aquellos momentos?”, me preguntaba. Tal vez pensara por qué aquellos angelitos que acababan de retratar la estampa, no le ayudaban a bajar de ahí en vez de estar tocando sus arpas.
— ¿Que le pasó? —le susurré a mi madre.
— Pues lo acabaron matando aquellos que tanto le temían —mientras tomaba un poco de aire.
El frío y la humedad habían penetrado ya en mis huesos. Hice un gesto a mi madre para que abandonásemos ese lugar. Cuando pude abrir los ojos de nuevo, afectados por la claridad de la luz exterior, presioné su mano con idea de llamar su atención.
— Mamá, yo no quiero ser especial.

"Espaguetis a la boloñesa"



...
Hasta hace algunos meses, siempre había tenido muy claro que lo último a lo que me dedicaría sería a la enseñanza, a pesar de que mi árbol genealógico esté lleno de profesores. Puede que me influenciasen las quejas de mi madre, que siempre concluían con su frase más celebre: “los oficios menos valorados son el de puta, policía y maestro”.
Aunque yo creo que lo que de verdad me alejó de ese mundo, fueron unas clases particulares con un alumno que era la viva imagen de uno de los personajes que aparecía en el Doraemon, ese niño corpulento que dominaba a los demás utilizando la fuerza. Y conmigo no es que fuese más dulce. En la primera clase, cuando le pedí que sacara su libro de texto, un lápiz y algunos folios, él abrió uno de los cajones de su escritorio, metió la mano y la sacó con el puño cerrado. Luego se levantó de la silla y abrió la ventana. Yo tardé algún tiempo en reaccionar, pero finalmente intervine con un “¿Qué haces?”. Él me lanzó una mirada pícara dirigiendo su puño hacia atrás, para impulsarlo después hacia delante mientras abría su mano, de la que se desprendía una canica de las grandes.
— ¿No ves que le puedes dar a alguien en la cabeza? ¡Ya basta! ¡Saca ahora mismo el libro de mates! —le ordené algo nerviosa.
Él, olfateando mi falta de autoridad, volvió a meter la mano en el cajón, del que sacó un compás metálico. Yo me levanté e intenté agarrarle la mano, pero fue inútil, el compás voló con la misma trayectoria que la canica. Podría haber aprovechado el momento para explicarle como calcular la parábola que formaban al caer los dos objetos, pero mi estado histérico y mi falta de experiencia, sólo me permitieron decir:
— Si no te comportas, hablaré ahora mismo con tu madre.
Él se me acercó y con un tono de voz suave me contestó:
— Si hablas con mi madre le diré que me tocas —sin tan siquiera pestañear.
Pese a que me habían advertido que era un niño un tanto sicótico y mimado, creo que lo había subestimado.
Después de aquel día, me convencí de que no iba a seguir los pasos de mi madre, o esas pequeñas fierecillas acabarían conmigo. Pensé que me podría dedicar a la arquitectura, una bellísima profesión en la que convergen diferentes disciplinas, como el arte, la historia o el dibujo. La decisión fue muy bien acogida por mis padres, ya que no sólo creían que me aseguraría un buen futuro, sino que además podrían fardar de tener una hija arquitecta, claro está. Lo que no sabía es que lo único que vería converger, eran innumerables líneas en la pantalla del ordenador y que trabajaría como autónoma, cobrando diez míseros euros brutos la hora. Sí, después de siete años y medio de carrera, sin a penas vida social, dándolo todo, me paso ocho eternas horas dibujando líneas, y mi escaso sueldo sólo me permite comer pasta y excepcionalmente algo de carne o pescado. Por lo menos un trabajo monótono debería darte un buen sueldo, o como mínimo una cierta estabilidad laboral. Aún encima, tengo que estar agradecida cada día cuando me levanto de tener trabajo, porque con la crisis...
Desde hace algunos meses, mi jefe me anuncia que no hay mucho trabajo, y que es probable que en breve tenga que abandonar mi apasionante tarea. Estresada, sobretodo por el hecho de no tener paro, comienzo a mandar currículums a otros despachos, que ni siquiera se dignan a contestarme los mails. Tampoco me contestan en los bares, en los que piden un mínimo de experiencia en el sector, ni en los videoclubs, ni en los cines. Pienso entonces que tal vez debería olvidar mi pequeño episodio con la fotocopia del gegant, y abrirme puertas en el campo de la enseñanza, después de todo es mucho más estimulante que pasarme tantas horas hablando con el ordenador y además seguramente me harán un contrato. Cuando me dirijo al primer instituto, para entregar el currículum en mano, la portera me pregunta si tengo el CAP, y me aclara que si no lo he cursado no me aceptaran en ningún centro.
Busco en Internet y por lo visto el CAP ya pasó a la prehistoria. Encuentro un no se que de Plan Bolonia según el cual, a partir de ahora, hay que hacer un Master para poder dar clases en un instituto, por supuesto con la respectiva carga económica. Lo que me faltaba. Y yo que pensaba que lo único que se había inventado en esa ciudad era la salsa con la que me cocino los espaguetis. Y por si no fuera suficiente, también exigen un Nivel B1 de tercera lengua. No entiendo nada, para que necesito demostrar un nivel de lengua extranjera, si voy a dar clases de dibujo. Supongo que no hay que buscarle la lógica, es así y ya está. Sigo navegando en busca de la manera de obtener el certificado. Por lo visto las academias de inglés no han perdido el tiempo. En el menú de inicio de la web de algunas de ellas, aparece una opción titulada: “Examen para la obtención del Certificado para cursar el Máster en Formación de Profesorado de Educación Secundaria y Bachillerato, Formación Professional y Enseñanza de Idiomas”. Por lo visto la extensión del titulo, no les ha impedido embutirlo en el menú.
Después de algunas comparativas, descubro que el examen de los cojones, cuesta ciento setenta euros, y que aún encima sólo se hace dos veces al año. Llamo a una de las academias y les pregunto qué puedo hacer. Me explican que hay un test alternativo, pero que ya no hay plazas. Lo único que puedo hacer es un curso intensivo de noventa horas, del que podré obtener un certificado con validez indefinida, no cómo el obtenido con el examen, me aclara la telefonista, que caduca en dos años. Tras su persuasiva explicación, le pregunto por el precio del curso: exactamente son mil euros, que no tengo.
Totalmente hundida, me imagino volviendo a casa de mis padres. Al parecer estoy avanzando a modo de cangrejo. Però, por qué tantas trabas si en teoría faltan profesores. Y además seguramente ya tengo ese nivel de inglés, fue uno de mis grandes logros aquel año de Erasmus. Claro. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Llamo a mi facultad, al departamento de relaciones internacionales. Me pasan con una becaria y le suelto el mismo rollo que a los de las academias de inglés. Ella me interrumpe antes de acabe, y me dice que ya han firmado el certificado de nivel a más de una persona. Espero que haya entendido de que se trataba. Cuelgo y dando cualquier excusa salgo antes del trabajo.
Llego a la facultad y siento una extraña sensación confortable. Creía que nunca más volvería a pisar ese edificio que antes me parecía tan enfermizo, supongo que por los interminables fines de semana que pasé en él. Me dirijo directamente al departamento de Relaciones Internacionales. Ahí me encuentro a Ángels, la coordinadora, una tía para la que los años no pasan. Narcisista por definición, antes me parecía insoportable, tal vez por su insolencia sin la que ahora no podría salir de éste lío burocrático. Le explico la situación. Ella saca un folio y comienza a redactar un texto mientras despotrica de la nueva reforma impuesta a las universidades. Interrumpe su discurso momentáneamente para preguntarme el nivel que necesito.
— Un B1 —le contesto sin acabar de creer la sencillez del tramite.
— ¿Sabes que?, te voy a poner un C1.2. —aclara sonriente—. Anda, toma, lleva esto a secretaria para que te lo pasen a limpio y te pongan un sello. Luego me lo traes y te lo firmo.
Creo que en aquel momento hubiese sido perfectamente capaz de arrodillarme y besarle los pies.

"Salió a comprar tabaco y..."



Sara despierta por el estruendo que forma un ronquido de su marido, al que le sucede una leve apnea que no logra acabar con la serenata. Se da media vuelta y agita levemente el torso de Biel, que tras un ligero cambio de posición, deja de roncar para emitir un leve silbido, al que se añade el sonido que produce el goteo del grifo del cuarto de baño. Sara, demasiado despejada para volver a conciliar el sueño, observa el retrato de boda que reposa sobre la cómoda, justo al lado del jarrón asiático que le regaló su suegra el día del enlace. En la parte inferior del mueble, sobre una silla, reposa perfectamente plegada la ropa del día anterior. Cluc, cluc, cluc, sigue sonando ese goteo persistente e uniforme que tanto le irrita, como le irrita la disposición de la ropa o aquel jarrón horrible que no ha cambiado de posición en todo el tiempo que lleva ahí. Tras un leve suspiro, se levanta y se desvanece entre la rendija que muestra la puerta entreabierta del baño.
Durante el desayuno, como cada mañana, Sara fuma su cigarro apoyada en el mármol de la cocina frente a la ventana que da al patio de luces, mientras Biel lee el periódico sobre la minúscula mesa empotrada en la pared. Apaga el cigarrillo y recoge los cacharros de la mesa. Cuando todavía no ha llegado al fregadero, una sucesión de gemidos que se intensifican gradualmente le producen un leve tembleque que provoca la caída de algunos cubiertos. Se agacha para recogerlos y por el camino mira a su marido que en ningún momento aparta la mirada del periódico. Biel carraspea y pasa de página con cierta dificultad, pero no se detiene en ella demasiado tiempo. Vuelve a pasar de página como si tan solo leyera los titulares. Ella deja los cacharros sobre el mármol y comienza a fregarlos casi al ritmo de lo que ahora son alaridos. Un último e intenso gemido da fin a la melodía provinente de alguno de sus vecinos. Se detiene pensativa mirando uno de los cubiertos, y es que ya no recuerda la última vez que ella gimió de esa manera.
Pasada la media tarde toman el coche en dirección a Poble Nou. Mientras entran en la Diagonal, Sara coge un neceser del interior de su bolso. Saca un lápiz perfilador, reclina el panel que contiene un pequeño espejo y se pinta la parte superior e inferior de sus párpados. Saca después un pintalabios de color púrpura, lo destapa y lo desenrosca sigilosamente. Mientras se pinta los labios, aparece progresivamente el reflejo de la Torre Agbar a través del espejo. Un frenazo interrumpe su acicalamiento. El panel se mueve por la inercia que provoca la detención, mostrando intermitentemente el edificio de Nouvel. Por el paso de peatones cruzan un par de chicas cubiertas tan sólo con un bikini. Sara descubre a Biel siguiendo sus traseros con la mirada. Supone que él también debe ir un poco faltado. Últimamente su vida sexual es más bien escasa y no porque él no se haya mostrado disponible. Pero la rutina y la comodidad han bajado la libido de una Sara demasiado mental, cuyos constantes rechazos a las iniciativas de su marido han terminado por volverlo un tanto pasivo.
Aparcan el coche y entran en el restaurante dónde los esperan los padres de Biel. Al final de un inmenso espacio, Marta, su suegra, agita enérgicamente el brazo con intención de llamar su atención. Toman asiento alrededor de una mesa circular. Marta, como de costumbre inicia su seminario sobre las novedades que ha descubierto en Vinçon. Sara se alegra de que su voz se entremezcle con el bullicio del restaurante. Biel, escucha atentamente a su madre, mientras su padre lee aparentemente concentrado la carta, posiblemente para disimular su falta de atención. I así transcurre la cena. Cuando aún no han llegado los postres, un pitido penetra por los oídos de Sara, mientras observa la boca de su suegra gesticulando sin descanso. Se levanta de la mesa y se excusa explicando que va a fumar un cigarrillo.
Cuando sale al exterior, descubre que su cajetilla está vacía. Cruza la calle hacia lo que parece un bar de copas. Abre la puerta con cierta dificultad, el bar sobrepasa con creces el aforo permitido: no veía tanta gente en un local desde que estuvo en la champañería. Se desliza entre la gente con la intención de pedir cambio. Frente la barra, intenta hacerse hueco entre dos hombres que no están disponibles a cederle ni un centímetro. Cuando levanta la mano con un billete de cinco euros, siente el tacto de lo que parece un dedo que trepa por su entrepierna, como una serpiente en busca de su presa. Cuando aún no ha tenido tiempo a reaccionar, abrumada por el atrevimiento, el dedo ya está dibujando círculos sobre su clítoris, del que surge un leve cosquilleo que se expande por su cuerpo como un río de lava. Por fin la camarera le presta atención y ella le da el billete sin terciar palabra. Avergonzada, inspecciona a su alrededor en busca del acometedor. Baja la mirada sin poder entrever más allá de su cintura por la cantidad de gente que hay a su alrededor. Hasta que un hedor a calle llama la atención de sus papilas olfativas. A su izquierda, medio encubierto tras el torso de un hombre fornido, se oculta un señor de piel oscura y algunas canas que la mira maliciosamente. La camarera le devuelve el cambio. Mira a su alrededor y se relaja al descubrir que nadie se está percatando de la situación. Ella cierra los ojos para rehuir cualquier tipo de conversación que la incite a aceptar o rechazar la intromisión y se deja llevar por el morbo que le provoca la situación. Está tan excitada que le sobreviene un impulso irracional de arrastrar a aquel hombre hacia el baño. Él se acerca a su oído y le susurra.
— ¿Por qué no me tocas tú también?
La intervención del hombre junto con su hedor a sudor de algunos días, hace que Sara, impulsada ahora por su yo más racional, le retire la mano de su clítoris y salga lo más rápido posible escabulléndose entre la masa de gente. Se detiene en el exterior, aún excitada, cavilando sobre el motivo real de su rechazo, pero la sobresaturación de estrógenos le impide pensar con claridad.
Entra en el restaurante y se disculpa simulando una grave jaqueca. Biel se ofrece a acompañarla. Se dirigen al coche y cuando él está a punto de introducir la llave Sara lo besa mientras le acaricia los testículos. A Biel se le caen las llaves. Sara se agacha a recogerlas, le sonríe y entra en el coche. Él arranca un tanto desconcentrado. Ella le desabrocha la bragueta ejerciendo después un leve masaje sobre su miembro, primero con la mano y después con su boca. Llegan a casa. Sara toma la mano de Biel y lo arrastra hacia la cocina. Se sienta encima del mármol mientras él le acaricia los pechos besándola en el cuello. Ella le toma la mano y se la coloca sobre su vejiga. Él le baja las medias y le introduce su dedo índice. Y Sara gime y gime. Tras unos deliciosos minutos le aparta la mano, baja de la barra sonriéndole y corre hacia el dormitorio. Él la sigue. Se desnudan el uno al otro lanzando sus vestimentas al suelo. Él se acerca pero ella lo detiene posando su dedo índice sobre sus labios. Entra en el baño de la suite y abre el grifo al máximo. De vuelta a la habitación, arrastra su brazo violentamente sobre la cómoda lanzando al suelo el retrato de boda y el jarrón. Se sienta encima y él la penetra.

"Julio y César" (versión anterior)

Desde hace algún tiempo Julio ya no era el mismo. Antes era capaz de tragarse Punto Pelota o Territorio Champions complementando la información adquirida con la lectura del Marca y el As. Tal vez lo hiciese para tener un tema de conversación en el bar que frecuentaba para hacer unas cañas tras su jornada laboral, porque desde que dejó de bajar al bar de Juanín después de quedarse en el paro, ya ni siquiera aguantaba hasta la segunda parte.
Jamás nadie supo exactamente en que condiciones perdió su trabajo. Aquel día llegó a casa antes de tiempo, se sentó en su sofá orejero tapizado en terciopelo y tomó el mando sintonizando un canal cualquiera. Consuelo, su mujer, abandonó sus tareas en la cocina, lugar en que pasaba la mayor parte del día, extrañada por su llegada.
— ¿Qué haces aquí? —le preguntó secándose las manos con el delantal.
— ¡Tráeme una cerveza! —replicó sin ni siquiera dirigirle la mirada.
— No hay ninguna a refrescar —contestó bajando la mirada.
— ¡Fantástico! —exclamó levantándose del sillón, saliendo después de la casa tras un portazo.
Supongo que bajó al bar de Juanín, dónde seguro que tenían cervezas frescas. Durante los siguientes días sólo venía a casa para dormir, mientras Consuelo hacía algunas gestiones para solucionar el problema que se les venía encima. Una noche, Julio apareció más malhumorado que nunca.
— ¿Por qué me avergüenzas de esta manera? —inquirió a su mujer amenazante.
— ¿De qué hablas? —contestó ella intimidada.
— ¿Quién te ha mandado que me buscases trabajo?
— ¡Alguien tenía que hacer algo para pasar este apuro mientras tú te encerrabas en tú bar! —replicó ella alzando la mirada.
Él levantó la mano con la mirada sumida en ira, que bajó después sigilosamente al ver a su mujer con la cabeza entre sus antebrazos.
Desde entonces, persuadido por su orgullo, acabó con sus visitas al bar de abajo, pasando todo el tiempo en casa, en su butaca de terciopelo con el mando bajo su mano izquierda. Podríamos decir que su presencia tan sólo era física, porque se sumió en un silencio que sólo interrumpía para saciar sus necesidades básicas. Esa actitud no sorprendió demasiado a su mujer y a sus tres hijas, acostumbradas a tener una relación distante con el hombre de la casa. Recuerdo, unos años atrás cuando María, su hija mediana, se aproximó una noche a su vera con intención de entablar algún tipo de conversación. No escogía precisamente el mejor momento para intentar captar su atención, ya que lo hacía durante la retransmisión de algún partido de fútbol. Aunque la verdad es que tampoco tenía muchas ocasiones para acercarse a él con el tiempo que pasaba fuera de casa. A pesar de que ella, utilizando su psicología, le preguntara acerca del encuentro, no recibía ninguna respuesta. Con su mujer la relación no era muy distinta. Los quilos que había ganado Consuelo en los últimos años, delataban su escasa vida sexual. Jamás vi entre ellos una muestra de cariño, tan sólo un día en que Julio se presentó con una rosa en la Diada de Sant Jordi. Todas las chicas se quedaron impresionadas ante su detalle, que él enseguida estropeó explicando que se la había regalado RENFE en el trayecto de vuelta a casa. Con el paso de los años, se creó una distancia abismal difícil de reparar, y fue ese distanciamiento el que provocó un núcleo tan sólido entre ellas, del que él no fue conciente hasta que empezó a pasar más tiempo en casa.
Nadie le preguntaba como se encontraba, ni sabían como había encajado la pérdida de su trabajo. Las chicas establecieron su nuevo lugar de encuentro en la cocina, de la que surgían unos susurros indescifrables. Cuando esto sucedía, Julio desde su butaca fruncía el ceño presionando con fuerza los labios. Pero en vez de intentar intervenir en sus conversaciones, se limitaba a hacer zapping presionando con fuerza los botones del mando. Cada vez que el apetito apretaba su estómago, exclamaba un “tengo hambre” mientras golpeaba uno de los reposa brazos con el puño cerrado. Ya ni se sentaba a comer en la mesa con el resto de la familia. Sólo abandonaba su sillón para dormir en la habitación y el pijama a rayas de franela se había convertido en su indumentaria habitual. Progresivamente se fue volviendo adicto a magazines como Sabor a ti o Día a Día, nunca entendí si los miraba porque era lo más asequible de la franja horaria o para entender una psicología femenina que le era tan desconocida. El caso es que llegó a estar tan enganchado a este tipo de programas que reemplazaba los partidos del sábado por el show Salsa Rosa. Supongo que en el fondo disfrutaba viendo a la gente abucheándose, como una especie de catarsis personal.
Una tarde como cualquier otra, la presentadora del programa El Diario de Patricia, introducía en su show a Cesar, un señor de avanzada edad que ya no se hablaba desde hacía algún tiempo con las mujeres de su casa. Julio se incorporó levemente con los ojos abiertos. Patricia, complementó la presentación de su invitado, explicando que hacía años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas, hasta tal punto que lo único que oía en su casa eran susurros. Inmediatamente después inició su entrevista preguntando por el inicio de esa situación, pero tras la escueta respuesta de su invitado, prosiguió con preguntas más concretas, con intención de sonsacarle más información.
— Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar —se hizo un breve silencio— ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia? ¿Las llevabas al parque?
— La verdad es que cuando llegaba a mi casa, las niñas estaban en la cama, siempre llegaba muy tarde, tú sabes… empiezas con una caña después del trabajo…
— No, no lo sé, yo después del trabajo voy directamente a mi casa. ¿Y con tu mujer?
— Bueno, por entonces… teníamos discusiones, yo creía que ella malgastaba mi dinero y ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… el sexo…
— Veo que no iba muy bien la cosa… —interrumpió Patricia— Pero, ¿tenías algún detalle con ella?, ¿Le decías lo guapa que estaba?
— No… nunca he sido muy detallista… ni me ha gustado echar piropos…
— ¡En fin, esa no es la mejor manera de avivar la llama del amor! —con tono condescendiente—. ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas? ¿Te interesabas por su vida social? ¿Estabas al día de cómo iban en el colegio?
— Pues, verás… —aflojando el tono de voz—, por aquella época, cuando González, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie…
— Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
— Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa —con tono débil.
— Cesar, mírame —con un aire dramático excesivamente forzado—, ¿qué les dirías ahora mismo si estuvieran presentes?
— Pues, que…
— Pues escuchen bien desde sus casas —interrumpe Patricia con tono de voz enérgico— hoy César va a conseguir hablar con una de sus hijas, ya que el equipo del programa ha podido localizar su número de teléfono —se detuvo un instante ante los aplausos del público y prosiguió—, pero, señores, señoras, ¡todo esto y más, después de la publicidad!
Fue la primera vez que Julio no practicó su nuevo deporte favorito durante la publicidad, y aguantó estoicamente los diez minutos con anuncios de coches y detergentes. Tras un breve resumen de la historia de su invitado, Patricia dio la señal para que la llamada entrara en directo. Persuadida por la insistencia de la presentadora, la hija de César intervino.
— Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa de televisión para hablar conmigo.
— ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre? —intentaba aclarar Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantenía su audiencia.
— No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo —muy solemne—. No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, un cariño que nunca nos has dado —añadió.
Una lágrima descendía por los pómulos de Julio sin que sus párpados a penas pestañearan. Fue entonces cuando me di cuenta de la depresión en la que estaba sumido. Hasta entonces, sólo lo había visto llorar una vez: el día en que el Príncipe de Asturias y Leticia tuvieron su primogénita y esto aún lo puedo llegar a entender porque él era la persona más apegada a la monarquía que he conocido. Su dedo índice se detuvo medio centímetro por encima del mando, sin que éste llegase a tocarlo.
Ese día Julio no durmió en su habitación. A la mañana siguiente, cuando desperté, seguía en la misma posición, que no cambió en las sucesivas semanas, hasta que el polvo se comenzó a posar sobre sus hombros y el color de su piel se volvió más pálido. Nadie se percató de su situación, las chicas prefirieron no molestarle, por si acaso aún seguía enfadado. Yo me quedé a su vera, cambiando de canal para que no se aburriese, hasta que con el paso de la televisión analógica a la digital, fui reemplazada por un televisor LCD de última generación.

"Mamá, llena eres de gracia"

...
Recuerdo exactamente como mi madre tuvo la gran revelación, y lo recuerdo con tal precisión, no por mis dotes memorísticas, sino por la cantidad de veces que me lo ha explicado. Sucedió un verano realmente caluroso en que mis padres tuvieron la brillante idea de viajar a una isla griega, cuyo nombre creo recordar que era Kefalonia, para celebrar su primer año de noviazgo, la licenciatura de mi madre en Teología y Cultura Clásica, y el abandono de mi padre de sus estudios para dedicarse a la vida contemplativa.
Se hospedaban en casa de un amigo de mi padre, un isleño que conoció en un interrail el verano anterior. El día de su llegada, les recibieron con unos domastes yemistés que la abuela había estado preparando con esmero desde altas horas de la madrugada. Enseguida se sintieron como dos miembros más de la familia, a pesar de que no podían comunicarse con casi nadie, ya que la mayoría de ellos jamás habían salido de la isla. Muy lejos de cualquier viaje turístico programado, según me aclaraba mi madre, estaban conociendo las entrañas de aquella cultura.
Durante la sobremesa, alguien lanzó la propuesta de ir un rato a una de las mejores calas de la isla cuando el sol estuviese más bajo, desde la que se podía observar la legendaria Ítaca. Un calambre en el vientre, impidió a mi madre dar cualquier tipo de respuesta: se temía lo peor. En el baño, una ligera mancha rojiza en las bragas, confirmó sus sospechas. Para cualquier otra persona, representaría un hecho insignificante, nada que no tuviera solución, pero para mi madre era un gran conflicto. En otras circunstancias, se hubiese quedado en casa, pero “¿Cuándo volvería a tener la oportunidad de bañarse con la isla de Ulises como telón de fondo?”, se decía.
Tras una larga caminata por un sendero de tierra llegaron hasta el final de lo que parecía un acantilado. Al asomarse, descubrieron un lecho de guijarros rodeados por una hilera de montañas. Más allá, suspendida en un agua increíblemente cristalina, aparecía imponente una isla completamente virgen. El lugar se quedaba corto ante las descripciones que les habían dado, y lo más fascinante, estaba completamente vacío, nada que ver con sus visitas esporádicas a Calafell. Bajaron los innumerables escalones naturales y tras abandonar las bolsas, se adentraron en el agua en avalancha, todos menos mi madre. Ella se tumbó con una expresión plácida, que en pocos minutos el sol ardiente le arrebató de la cara. Comenzó a quitarse ropa de encima aunque aquello no la rescató de las altas temperaturas. Desesperada y recurriendo a su última opción, tomó su bolsa y se escondió tras una piedra que reposaba unos metros más atrás. Sacó un tampón con expresión decidida. Lo introdujo inspirando y expirando con intención de relajar la musculatura, hasta encontrarse con un obstáculo que le impedía seguir, pero a diferencia de las otras veces que lo había probado, insistió persuadida por el calor que la ahogaba. Con la ayuda de alguna maniobra y soportando el dolor, se lo metió.
Estuvieron en la playa hasta el atardecer. De vuelta a la casa, la abuela les ofreció una toalla para que se asearan. Mi madre se dirigió apresuradamente hacia el baño: su hazaña aún no había terminado. Se sentó en la taza inspirando y expirando de nuevo. Tomó el hilo que pendía de su vagina y comenzó a tirar de él suavemente. Cuando casi lo había sacado, un dolor intenso la detuvo. Lo soltó asustada. Parecía que se le hubiera pegado a una de las paredes vaginales. Ansiosa, volvió a tirar de él para ver lo que ocurría. El dolor sólo le permitió descubrir una brizna de piel rodeando la base del tampón, como agarra a una piedra la goma tensada de un tirachinas.
Ése fue el final de las idílicas vacaciones de mis padres. Mi madre se temía lo peor, y su carácter hipocondríaco no la ayudaba, su teoría era que una de las Trompas de Falopio se le había colado por la vagina. Compraron un billete de vuelta. Ella estaba tan asustada que ni siquiera pasaron por casa para dejar el equipaje: un taxi los dejó en urgencias. A mi madre nunca le habían gustado los médicos, sobretodo porque siempre se reían de su autodiagnóstico. Y está vez no fue diferente. El doctor soltó una carcajada y la instó a tumbarse en la camilla. Mi padre esperó fuera. Su paciencia era inagotable, no sé si por lo mucho que la quería o por los porros que se fumaba. A pesar de todo, tengo la certeza de que a su lado no tenía motivos para aburrirse.
En la consulta, tal y como lo describía, un silencio incómodo acompañaba la inspección de los bajos de mi madre. Mi madre escenificaba la situación cada vez que me lo volvía a explicar, mudando la voz según a cuál de los dos interpretaba.
- ¡Dios! –exclamó el médico.
- ¿Que pasa? -interrogó mi madre asustada.
- ¡Lo había visto en algún libro de texto, pero jamás en directo! –exclamó el médico sin apartar la mirada de su vagina-, usted tiene un himen tabicado -sentenció.
- ¿Un qué?
- Es un himen indestructible, que permanecerá intacto hasta el día que dé a luz –explicó el médico incorporándose.
Esa fue la gran revelación. Aunque el anunciante no fuese un ángel que desciende de los cielos, la interpretación de mi madre fue: “seré virgen hasta que tenga un hijo”. Y así comenzó su pequeña obsesión. Y la verdad es que había una pequeña casualidad que lo corroboraba, una broma macabra del destino: María, mi madre, salió apresuradamente de la consulta para anunciarle a mi padre, José, la buena nueva. Lo más curioso del tema, es que unos años atrás, cuando ella aún era adolescente, fue invitada a abandonar su función en la parroquia como catequista, por asegurar a los niños que la virginidad de Maria era una metáfora.
Tras saber la noticia, mi padre lanzó una leve sonrisa. Tal vez le parecían graciosas sus conjeturas y pensaba que en un tiempo se le pasarían, pero su silencio se convirtió en un gran cómplice de sus maquinaciones.
Sí, mi madre asumió sin ninguna duda, su nuevo papel en la historia de la humanidad. Es posible que el hecho de que mi abuelo no hablase y mi abuela le prestase más atención a su estropajo que a ella, junto con el rechazo que sufrió desde que era una niña en la escuela, le despertase una necesidad visceral de sentirse alguien muy especial. Supongo que ésta era la versión adulta de sus amigos imaginarios en la infancia.
Desde ese día, mi madre comenzó a tener encuentros en sus sueños con el Todo Poderoso, y en una de esas ocasiones, fue cuando la fecundó. Mi padre no se mostraba celoso, me aclaraba satisfecha cada vez que repetía la historia, tal vez porque era él quien encarnaba al más altísimo mientras ella le soñaba. Tras conocer la noticia, se mudaron a una casa que tenían mis abuelos en los Pirineos. Mi madre renunció a cualquier tipo de seguimiento médico, se limitó a ejercitar con total disciplina unos ejercicios de yoga que le ayudasen a concebir al nuevo Mesías mediante un parto natural: quería mimetizar al máximo la manera en que el anterior vino al mundo. En el tiempo restante se dedicaba a hacer listas de los problemas vigentes en la sociedad occidental y de las posibles soluciones. Tenía que estar preparada para saber transmitir a su hijo su deber para con el resto de la humanidad. “El mundo está en decadencia por la falta de valores, no culpo a nadie, pues los guías espirituales han perdido su camino, pero la era de esta sociedad materialista tiene sus días contados” siempre me repetía. En cierta parte tenía razón, pero plantear una reforma de la Iglesia que además tuviera cierto número de adeptos era un poco complicado, y más si ésta estaba justificada con la llegada de un nuevo Mesías.
Mi padre pasaba las horas tranquilo en su huerto. Así pasaron las semanas y los meses, hasta que mi madre ya tenía una tripa considerable. Entonces fue cuando decidió mudarse por unos días, con algunas provisiones, a un refugio en el monte prácticamente abandonado. Mi padre, como siempre, no se negó. Y llegó el gran día. Las contracciones se acentuaban mientras ella, completamente erguida, controlaba la respiración. Mi padre la agarraba de la mano y respiraba con ella mientras se hervía agua sobre un camping gas. A pesar de las listas, mi madre olvidó un pequeño detalle: ese himen que me obstruía la salida, cruel presagio de lo que ese trozo de carne atentaría contra mi libertad. Empezó a gritar por el dolor que le producían los tirones mientras mi padre buscaba algo con que cortar el himen. Sus alaridos llamaron la atención de unos excursionistas, tres hombres fornidos con mochilas y chirucas, que no acudieron al lugar precisamente a ofrecer ni oro, ni mirra, ni incienso.
A pesar de la resistencia que opuso mi madre, nací en un hospital. Y conmigo sobrevino su primera decepción, que persuadida por su obsesión, asumió un tiempo después. “Que mejor que una mujer Mesías en la era de equiparación de sexos” se dijo.

"Los reyes son... " (version anterior)

El sábado era mi día favorito. Bajábamos a la ciudad para hacer algunos recados y de paso visitábamos a mis primas. El resto de la semana, la pasaba recluida en nuestra humilde mansión, en una aldea de la que éramos los únicos habitantes, muy cerca de La Seu d’Urgell. Mis padres se mudaron cuando yo todavía no había nacido, con la intención de educarme en un entorno más sosegado. Supongo que a pesar de la decisión que mi madre había tomado, asumía que también era necesario que me relacionara con otras personas de mi misma edad. Sin embargo, no me quitaba el ojo de encima, no fuera que mis primas me diesen a probar esa terrible tentación que tanto le aterraba: la videoconsola. Aunque a mi poco me afectaba esa pequeña restricción, me conformaba con jugar al escondite o hacer carreras de bicis rodeando la mesa del jardín.
Sí, esas escapadas eran el alivio de la soledad a la que mi madre me había condenado, castigo del que ella también fue víctima cuando era una niña, pero que asumió un tiempo después con la convicción de que la había hecho más fuerte.
— ¿Te ha quedado claro que representaba el shabbat para los judíos? —concluyó mi madre.
Yo asentí un tanto sonrojada. No lo podía evitar, mi mente volaba durante sus clases. Bastaba con una palabra para desconectarme por completo y adentrarme en mis ensoñaciones. Aunque con el paso de los meses cada vez era más experta en fingir una aparente concentración, y por lo que sé, nunca fui descubierta.
Uno de aquellos sábados, llegamos a casa de mis primas y me extrañé al no verlas jugando en el jardín. Mi tía salió a recibirnos.
— Tus primas están en el salón, montando el belén, ¡anda, entra! ¡Este año tenemos figuritas nuevas! —me exclamó dándome una chapadita cariñosa en el culo.
En el interior Paula, la menor, y Luisa, la mediana, yacían sobre una montaña de pequeñas cajitas y aquel plastico que contiene burbujas que tanto placer me daba rebentar. Gema, la más mayor, hablaba por teléfono sentada en el sofá, mientras se estrujaba un grano grasoso de la mejilla. Sobre una repisa habían depositado trozos de musgo y algunas de las figuras. Detuvieron una de sus discusiones sobre la disposición de la cueva al verme llegar. Paula se levantó excitada con una de las figuras en la mano.
— ¡Prima, prima! ¡Mira, éste es mi rey! —exclamó mostrándome una figurita de un hombrecito de piel oscura con una larga capa.
— ¿Tu rey? —interrumpí sin comprender lo que quería decir.
— ¡Sí hombre! es el tercero de los tres reyes magos, ¡como yo!
— Pero... ¿y estas capas? ¿dónde están las mochilas? –mientras lo inspeccionaba- ¡No llevan chirucas! —sentencié.
La única respuesta que obtuve fue una terrible e intensa carcajada.
— Prima, ¿nunca habías visto un rey mago?
La verdad es que no los había visto antes, sólo tenía la imagen construida a partir de las perfiladas descripciones de mi madre.
— Estos reyes son de mentira —me defendí tirándolo al suelo.
— Niñas —interrumpió Gema, que ya había colgado el teléfono— es inútil que discutáis por eso.
— ¿Por qué? sabionda —interrumpió Paula.
— Porque los reyes no existen, ¡mocosa!
— Sí claro, ¿y quién nos trae los regalos? ¡cara de pizza! –contestó amenazante.
— ¿Pues tú que crees? ¡Papa y mamá! Si no, ¿como crees que llegan a todas las casas en una sola noche?
Un silencio se apoderó de la sala, roto por los sollozos de Luisa, que seguía colocando figuras aprovechando la ausencia de su hermana. Paula se cubrió las orejas con la palma de sus manos y corrió hacia el exterior completamente histérica, repitiendose que aquello no era verdad.
Yo ni me inmuté, tal vez prefería creer que no existían a pensar que eran unos monigotes disfrazados con unas capas ridículas.
De vuelta a casa, aproveché la intimidad en el interior del coche, para interrogar a mi madre.
— Mamá... ¿es verdad que sois tú y papá quienes dejaís los regalos la noche de los reyes magos?
Mi madre se tomó un tiempo para contestar.
— Sí mi amor, es verdad —soltando la mano de la palanca de cambios para depositarla sobre mi mano.
Yo bajé la mirada completamente compungida.
— Entonces... ¿Jesús tampoco existe?
Mi madre dió un frenazo deteniendo el coche enmedio de la carretera. Me miró y acariciándome la cabellera me dijo.
— Vamos, te llevaré a un lugar para que veas algo.
Con una pequeña maniobra dió media vuelta.
— Jesús fue un hombre muy especial, que vino al mundo para a recordar a los hombres el verdadero mensaje de Dios. Era un hombre bueno, que trataba por igual al rico y al pobre, al sano y al enfermo. Eran muchos los que lo seguían, pero muchos los que lo envidiaban o temían, sobretodo los más poderosos, a quién no les gustaba nada que alguien tan querido por el pueblo proclamase que eran iguales a los más desfavorecidos ante los ojos del Señor.
Suspiró y apartó los ojos de la carretera buscando mi mirada.
— Y tú, Maria Jesús, también eres una niña muy especial.
Tras aparcar el coche, callejeamos un buen rato por el centro de la ciudad. Las calles estaban plagadas de gente con tez rojiza, que se detenían de vez en cuando para hacer alguna fotografía. Tras cruzar una plaza en la que unos músicos distraían a los viandantes, nos adentramos en un callejón que a primera vista parecía no tener salida. Tras un breve zig-zag, llegamos a una plaza vacía, con una fuente en el centro que la presidía. La serenidad del espacio era tal, que contrastada con el bullicio de la ciudad podía llegar a ser estremecedora. En uno de los laterales de la plaza, se levantaba una fachada con algunas perforaciones en la parte inferior, que la delataban como testigo de algun terrible acontecimiento. Sobre el portal reposaba una estatua, condenada a no poder apartarse una paloma que picoteaba su calvície, a pesar de tener el brazo medio levantado.
Mi madre abrió con dificultad la pesada puerta de madera, que sólo descubría un vertiginoso interior oscuro. Mientras entrábamos, un hedor de piedra humeda se apoderó de mis fosas nasales. Mi madre se acercó a una pila de piedra, introdujo sus dedos índice y pulgar en el charco de agua que contenía, llevándolos después a su frente, luego al pecho y seguidamente a su hombro izquierdo y derecho.
— ¿Qué haces? —le pregunté estrañada.
— Shh —poniendo su dedo índice sobre sus labios— aquí debes hablar más flojito.
Después me explicó como debía santiguarme. Fue entonces cuando descubrí el orígen de ese hedor, mucho más intenso después de ser esparcido sobre mi frente. Mi madre tomó mi mano y nos desplazamos sigilosamente por uno de los laterales, sobre los que se abrían unas pequeñas capillas en las que se podían adivinar unos cuerpos estáticos iluminados por algunas velas. Detras del altar, enmarcado entre una columnata de mármol y unos angeles, se alzaba una cruz de la que pendía un cuerpo totalmente flácido. Comencé a notar un intenso dolor, al ver esos clavos que le perforaban los pies y las manos. Y su mirada, dirigida hacia ninguna parte, totalmente abstraída. “¿Que estaria pensando en aquellos momentos?”, me preguntaba. Tal vez pensara por qué aquellos angelitos que acababan de retratar la estampa, no le ayudaban a bajar de ahí en vez de estar tocando sus arpas.
— ¿Que le pasó? —le susurré a mi madre.
— Pues lo acabaron matando aquellos que tanto le temían —mientras tomaba un poco de aire.
El frío y la humedad habían penetrado ya en mis huesos. Hice un gesto a mi madre para que abandonásemos ese lugar. Cuando pude abrir los ojos de nuevo, afectados por la claridad de la luz exterior, presioné su mano con idea de llamar su atención.
- Mamá, yo no quiero ser especial –afirmé con voz decidida.

"Mamá, llena eres de gracia" (versión anterior)

...
Recuerdo exactamente como mi madre tuvo la gran revelación, y lo recuerdo con tal precisión, no por mis dotes memorísticas, sino por la cantidad de veces que me lo ha explicado. Sucedió un verano realmente caluroso en que mis padres tuvieron la brillante idea de viajar a una isla griega, con playas paradisíacas que, por las elevadas temperaturas, sólo se podían observar des del agua. Aunque a ellos poco les importaba, extasiados por el ambiente bucólico e íntimo que las calas prometían, nada que ver con sus visitas esporádicas a Calafell. Se hospedaban en casa de un amigo de mi padre, un isleño que conoció en un interrail el verano anterior. El día de su llegada, les recibieron con unos domastes yemistés que la abuela había estado preparando con esmero durante tres días. Enseguida se sintieron como dos miembros más de la familia, a pesar de que no podían comunicarse con casi nadie, ya que la mayoría de ellos jamás habían salido de la isla. Todo aquello hacía su aventura aún más excitante, según apuntaba mi madre, muy lejos de cualquier viaje turístico programado, estaban conociendo las entrañas de aquella cultura.
Tras una sobremesa un tanto gestual, alguien lanzó la propuesta de ir un rato a una de las mejores calas de la isla cuando el sol estuviese más bajo. Un calambre en el vientre, impidió a mi madre dar cualquier tipo de respuesta: se temía lo peor. En el baño, una ligera mancha rojiza en las bragas confirmó sus sospechas. Para cualquier otra persona representaría un hecho insignificante, nada que no tuviera solución, pero mi madre se encontraba ante un gran conflicto. Lanzó un gran suspiro mientras encogía los hombros. “¿Cómo voy a hacerlo?, una semana en una isla como ésta y yo sin poder bañarme”, se dijo. Bajó la cabeza mientras se acariciaba su oscura cabellera. Se acordó, según me explicaba, de aquellos veranos en que sus amigas la esperaban detrás de la puerta del baño dándole ánimos y ella acababa desistiendo sin acudir durante una semana a la piscina. “Es psicológico, no puede ser que te entre… y no puedas meterte un tampax” le decían. Realmente ella tampoco lo entendía, pero para ser tan psicológico, el dolor era bastante físico. Además, según me explicaba, llegaba un punto en que por más que presionase no conseguía introducirlo, me aclaraba. Levantó la cabeza con aire decidido: “Esta vez me lo meteré aunque sea con calzador” se propuso. Y así lo hizo. Lo introdujo hasta encontrarse con un obstáculo que le impedía seguir, pero con la ayuda de alguna maniobra y soportando el dolor, se lo metió.
Estuvieron en la playa hasta el atardecer. De vuelta a la casa, la abuela les ofreció una toalla para que se asearan. Mi madre se dirigió apresuradamente hacia el baño: su hazaña aún no había terminado. Se sentó en la taza inspirando y expirando con intención de relajarse. Tomó el hilo que pendía de su vagina y comenzó a tirar de él suavemente. Cuando casi lo había sacado, un dolor intenso la detuvo. Lo soltó asustada. Parecía que se le hubiera pegado a una de las paredes vaginales. Ansiosa, volvió a tirar de él para ver lo que ocurría. El dolor sólo le permitió descubrir una brizna de piel rodeando la base del tampón, como agarra a una piedra la goma tensada de un tirachinas.
Ese fue el final de las idílicas vacaciones de mis padres. Mi madre se temía lo peor, y su carácter hipocondríaco no la ayudaba, su teoría era que una de las Trompas de Falopio se le había colado por la vagina. Compraron un billete de vuelta. Ella estaba tan asustada que ni siquiera pasaron por casa para dejar el equipaje: un taxi los dejó en urgencias. A mi madre nunca le habían gustado los médicos, sobretodo porque siempre se reían de su autodiagnóstico. Y está vez no fue diferente. El doctor soltó una carcajada y la instó a tumbarse en la camilla. Mi padre esperó fuera. Su paciencia era inagotable, no sé si por lo mucho que la quería o por los porros que se fumaba. A pesar de todo, tengo la certeza de que a su lado no tenía motivos para aburrirse.
En la consulta, por lo que me describía, un silencio incómodo acompañaba la inspección de los bajos de mi madre. Mi madre escenificaba la situación cada vez que me lo volvía a explicar, mudando la voz según a cuál de los dos interpretaba.
- ¡Dios! –exclamó el médico.
- ¿Que pasa? -interrogó mi madre asustada.
- ¡Lo había visto en algún libro de texto, pero jamás en directo! –exclamó el médico sin apartar la mirada de su vagina-, usted tiene un himen tabicado -sentenció.
- ¿Un qué?
- Es un himen indestructible, que permanecerá intacto hasta el día que dé a luz –explicó el médico incorporándose.
Esa fue la gran revelación. Aunque el anunciante no fuese un ángel que desciende de los cielos, la interpretación de mi madre fue: “seré virgen hasta que tenga un hijo”. Y así comenzó su pequeña obsesión. Y la verdad es que había una pequeña casualidad que lo corroboraba, una broma macabra del destino: María, mi madre, salió apresuradamente de la consulta para anunciarle a mi padre, José, la buena nueva. Lo más curioso del tema, es que unos años atrás, cuando ella aún era adolescente, fue invitada a abandonar su función en la parroquia como catequista, por asegurar a los niños que la virginidad de Maria era una metáfora.

Según la versión de mi madre, mi padre lanzó una leve sonrisa, tal vez le parecían graciosas sus conjeturas y pensaba que en un tiempo se le pasarían, pero su silencio se convirtió en un gran cómplice de sus maquinaciones.
Desde ese día, mi madre comenzó a tener encuentros en sus sueños con el Todo Poderoso, y en una de esas ocasiones, fue cuando la fecundó. Mi padre no se mostraba celoso, me aclaraba satisfecha cada vez que repetía la historia, tal vez porque era él quien encarnaba al más altísimo mientras ella le soñaba. Tras conocer la noticia, se mudaron a una casa que tenían mis abuelos en los Pirineos. Mi madre renunció a cualquier tipo de seguimiento médico, se limitó a ejercitar con total disciplina unos ejercicios de yoga que le ayudasen a concebir al nuevo Mesías mediante un parto natural: quería mimetizar al máximo la manera en que el anterior vino al mundo. En el tiempo restante se dedicaba a hacer listas de los problemas vigentes en la sociedad occidental y de las posibles soluciones. Tenía que estar preparada para saber transmitir a su hijo su deber para con el resto de la humanidad. “El mundo está en decadencia por la falta de valores, no culpo a nadie, pues los guías espirituales han perdido su camino, pero la era de esta sociedad materialista tiene sus días contados” se decía. En cierta parte tenía razón, pero plantear una reforma de la Iglesia que además tuviera cierto numero de adeptos era un poco ambiciosos y complicado, y más si ésta estaba justificada con la llegada de un nuevo Mesías.
Mi padre pasaba las horas tranquilo en su huerto fumando hierba. Así pasaron las semanas y los meses, hasta que mi madre ya tenía una tripa considerable. Entonces fue cuando decidió mudarse por unos días a un refugio entre las montañas. Mi padre, como siempre, no se negó. Y llegó el gran día. Las contracciones se acentuaban mientras ella, completamente erguida, controlaba la respiración. Mi padre la agarraba de la mano y respiraba con ella mientras se hervía agua sobre un camping gas. A pesar de las listas, mi madre olvidó un pequeño detalle: ese himen que me obstruía la salida, cruel presagio de lo que ese trozo de carne atentaría contra mi libertad. Empezó a gritar por el dolor que le producían los tirones mientras mi padre buscaba algo con que cortar el himen. Sus alaridos llamaron la atención de tres excursionistas, que aparecieron de entre los matorrales, tres hombres fornidos con mochilas y chirucas, que no acudían precisamente a ofrecer ni oro, ni mirra, ni incienso.
Llegaron los servicios sanitarios, y a pesar de la resistencia que opuso mi madre, nací en un hospital. Conmigo sobrevino una nueva decepción, que mi madre, persuadida por su obsesión, asumió un tiempo después. “Que mejor que una mujer Mesías en la era de equiparación de sexos” se dijo.