"Cuando sea mayor quiero ser..."

Tengo treinta y un años, y por fin creo saber que es lo que quiero ser de mayor.
No sé por qué extraña razón, conforme han ido pasando los años me he ido volviendo más indeciso. Cuando era un niño tenía las cosas bastante claras, ya que con tan sólo cinco años decidí que sería como Carl Lewis, el hijo del viento. No me perdí ni una de sus carreras. Me encantaba el momento en el que cruzaba aquella cinta. Cerraba los ojos y me imaginaba en su lugar, disfrutando de la aclamación del público. Mi padre no puso muy buena cara cuando le hablé de mis aspiraciones. Enseguida me hizo entender que ese tipo de deportes sólo lo podían practicar los ricos y me sugirió después, que no me podría apuntar a ningún club de atletismo, pero que si me gustaba correr, podía hacerlo en el parque del barrio.
Cumplí los diecisiete años y llegó ese terrible momento en el que tienes que decidir, sin conocer ninguna profesión, qué es lo que vas a hacer el resto de tu vida. No lo tenía claro, a pesar de ser un buen estudiante. Nada me gustaba o disgustaba especialmente. El día que tuve que elegir mis preferencias, mi lápiz se movía de un lado al otro del papel como si tuviera vida propia, hasta que al final marqué una cruz sobre arquitectura. Pensé que era una profesión a la que confluían diferentes disciplinas como el arte, la historia o la física. Así podría hacer un trabajo técnico y a la vez creativo. Además se ajustaba perfectamente a las expectativas de mis padres, ya que a diferencia de otras licenciaturas, ésta me auguraba un futuro prometedor.
Antes de haber acabado la carrera ya trabajaba en un buffet de arquitectos en el que lo más cercano a un trabajo creativo era elegir el color de algún acabado de fachada. Me pasaba el día haciendo una especie de rompecabezas, intentando encajar el máximo de pisos de treinta metros cuadrados en una parcela, porque de otra manera el promotor se buscaba otro buffet. En realidad, la figura del arquitecto se acercaba más al de una prostituta que al Dios creador que nos habían pintado en la universidad. Y mi papel en la oficina era servir a esas prostitutas, que nunca estaban de muy buen humor. La tortura se incrementaba cuando veía a mis amigos y familiares hipotecarse, a pesar de mis advertencias, por esos zulos. Si por lo menos me hubiese llevado un sueldo digno, tal vez eso hubiese acallado la voz de mi conciencia. Pero, contra todos los pronósticos de mis padres, ni siquiera tenía un contrato. Aunque eso no me agobiaba tanto como pasar ocho horas sentado frente al ordenador, con lo que me gustaba correr y estar al aire libre.
Tenía unas ganas terribles de abandonar mi trabajo como lo hacía el tío del anuncio de la Coca Cola, pero de que podría trabajar, si lo único que sabía hacer era dibujar en autocad y correr, aunque tal vez era demasiado tarde para convertirme en un atleta profesional.
Antes de que tuviese cualquier tipo de iniciativa, la crisis decidió por mí. Me quedé en la calle y además, sin paro. Enseguida me apunté a todas las páginas de contactos profesionales que encontré. En medio de mi desesperación me llegó un mail informativo para presentarme a oposiciones de mosso d’esquadra y cuando me disponía borrarlo, pensé “¿por qué no? Seguro que es mucho más interesante que pasarme ocho horas sentado en una silla y además podré practicar mi deporte preferido”.
Fue un poco duro pasar las pruebas pero al final lo conseguí. Era tan emocionante. Nada que ver con el monótono trabajo en la oficina. Cada día era una nueva aventura, un chute de adrenalina, y sobretodo cumpliendo con mis expectativas: corría. En las persecuciones, muchos de mis compañeros preferían coger el coche. No entendían muy bien mi afán por perseguir a los ladrones corriendo, pero para mi representaba una gran liberación. Llegaba hasta el punto de dejarles algunos minutos de ventaja, y cuando el detenido se quedaba petrificado le susurraba “corre, corre”. Estaba encantado con mi nuevo trabajo. Además las condiciones laborales eran inmejorables, dos mil euros netos trabajando una semana sí y otra no, y lo mejor de todo: teníamos contrato.
Sólo había algo que no acababa de llevar bien del todo. No sé por qué extraña razón no acabábamos de ser muy populares. Aunque de la forma más educada que podía, le informaba a la gente que debían abandonar las plazas públicas para respetar el descanso de los vecinos, sólo recibía insultos o malas miradas. Nunca entendí por qué se enfadaban tanto, sólo acataba órdenes, no era yo quién las inventaba.
Pronto mis amigos comenzaron a distanciarse de mí, y con los del trabajo no me sentía demasiado integrado, creo que me veían un poco rarito. Así que me di de alta en una web de contactos para encontrar nuevas amistades, pero estas se veían extrañamente truncadas cuando les contaba mi profesión. De qué me servía la estabilidad laboral o el dinero si ello me aislaba.
Volvía a estar completamente perdido, hasta que hace aproximadamente un mes tuve una gran revelación. Ya sé lo que quiero ser de mayor. Por fin he encontrado un trabajo que me llena verdaderamente. Disfruto del aire libre y aunque no me hago de oro, tengo unas condiciones laborales decentes. La gente me recibe siempre con una sonrisa y si cabe con una buena propina. Y lo mejor de todo es que mis jefes me permiten llevarlo a cabo corriendo. Ahora soy repartidor de flores a domicilio.

Cobrades Anonimos. Narración.

Cobardes anónimos es un conjunto de relatos independientes que comparten algunos de sus personajes y narran, desde diferentes puntos de vista, vivencias cotidianas con la introducción de algún elemento irreal. Una buena terapia para los tiempos que corren.

Txus Molina narrará estas breves historias con la colaboración de Mercè Piqué, Natàlia Valldeperas, Joan Capdevila, Josep Solé, Inma Rodríguez, Sergi Fontanals, Raul Valverde y Giseli Moura.

(Il.lustració de Laura Gómez)