"Julio, el busto" (versión anterior)

Un televisor un poco cubierto de polvo, sobre el que descansa un pañito que sostiene algunas figuras de porcelana, retransmite el Arsenal-Barça. El partido no está muy emocionante. Se sintoniza otro canal. Ahora es algún documental de Jack Custo.
Desde la cocina, una voz femenina pronuncia un nombre. Julio, el aludido, emite una especie de sonidos guturales, sin llegar a articular ninguna palabra. La misma voz vuelve a intervenir: le pregunta qué va a querer para cenar. Julio susurra un “ssoopp…” desistiendo al final como si de un trabalenguas muy difícil se tratara.
Mira el televisor. Es como una pecera cuyos peces, amorrados al vidrio, le observan con cierta sorna. Vuelve a cambiar.
Matías Prat anuncia las consecuencias devastadoras que ha dejado a su sombra la tan hablada crisis. Por si los telespectadores aún no están suficientemente aterrados, prosigue hablando de la nueva patera que ha llegado a las costas gaditanas, de las tragedias naturales que está provocando el calentamiento global y de las epidemias que surgen entre los animales de granja. Julio ya no sabe si es mejor estar al corriente de lo que sucede en el mundo exterior. Antes le gustaba mantenerse enterado, aunque tan sólo fuese para tener algo de que hablar en el bar que frecuentaba para hacer unas cañas tras la jornada laboral. Matías termina su informativo con el postre: las caras de niños felices, tras despertar el día en que los reyes han pasado por sus casas para dejar algunos regalos, una mentira piadosa que no sólo pretende endulzar el informativo a los más pequeños. Aunque con el tiempo que lleva sin salir de casa, desde que perdió su empleo, tampoco sabe si el resto de noticias son muy rigurosas. En su opinión se podrían haber ahorrado el postre: ¡a quién le importan los regalos que puedan recibir esas criaturas tras el bombardeo de desastres!
Oye unos pasos que se precipitan hacia la cocina. Es María, su hija mediana que pasa a través del comedor si ni tan siquiera saludarlo. Instantes después empieza a oír unos susurros. Intenta concentrarse con la intención de descifrar de qué están hablando, pero es inútil. No le sirve de ayuda el extractor, o el rumoreo de la televisión, que no puede apagar: eso lo delataría. Además tampoco quiere hacerle eso a su gran compañera, su única interlocutora.
El televisor cambia de canal. Aparece un hombre de avanzada edad, con una camisa un poco arrugada, sentado sobre una silla que yace en una tarima y con un rótulo digital que lo presenta: Es Julio y hace un tiempo que ya no se habla con las mujeres de su casa. Julio mira intrigado el televisor. Patricia, la presentadora, complementa la presentación de su invitado. Explica que hace años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas: ahora lo único que oye en su casa son susurros. Se dirige hacia su invitado.
- Julio, ¿Cómo comenzó esta situación?- le pregunta con aire interesado.
Julio encoge los hombros y baja la mirada.
- Pues… no lo recuerdo exactamente…- con tono apagado.
Patricia se lo queda mirando fijamente cómo si esperara una explicación complementaria. Descontenta con su escueta respuesta, insiste:
- Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar –caminando de un lado hacia el otro- ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia? ¿Las llevabas al parque? ¿Les contabas cuentos? ¿Y con tu mujer?
- La verdad es que siempre que llegaba a casa, las niñas estaban dormidas, siempre llegaba muy tarde del trabajo, ya sabes… empiezas con una caña al acabar tu jornada…
Patricia se gira dirigiéndose hacia el público.
- Bueno… esa no era la mejor manera de cultivar tu relación con ellas – se vuelve hacia Julio- ¿Y con tu mujer?
Julio baja la mirada.
- Bueno, en aquella época… teníamos discusiones, yo creía que ella no administraba muy bien el dinero, y que descuidaba sus tareas de la casa. Ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… dejamos de tener relaciones…
Patricia suspira y añade:
- Veo que no iba muy bien la cosa… bueno, si hubieras estado más presente… o la hubieras ayudado más… Y… ¿Tenías algún detalle con ella? ¿Le decías lo guapa que estaba?
- No… nunca he sido muy detallista… ni me ha gustado echar piropos…
- ¡En fin, esa no es la mejor manera de avivar la llama del amor!- con tono condescendiente.
El público aplaude. Prosigue con intención de obtener más información.
- ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas? ¿Te interesabas por su vida social? ¿Estabas al día de cómo iban en el colegio?
- Pues, verá… -encogiendo los hombros otra vez- Por aquella época, cuando González…, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie…
- Pero… ¿hablaste alguna vez con ellas del tema? ¿De cómo te sentías?
- De que serviría hablar de eso con ellas –bajando la mirada.
- Pues como mínimo sabrían qué le pasaba…
Patricia prosigue:
- Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
- Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa – con tono melancólico.
Patricia se acerca a él con una pose dramática.
- Julio, mírame, ¿qué les dirías si estuvieran presentes? -con un aire dramático excesivamente forzado.
Julio levanta la mirada, ahora sonríe con los ojos nublados.
- Pues, que me vengan a ver y me cuenten qué tal les va con sus maridos… y ¡qué las quiero mucho!
El público aplaude emocionado. La presentadora sonríe. Se gira dirigiéndose a la cámara.
- Pues escuchen bien desde sus casas: hoy Julio va a poder conseguir hablar con una de sus hijas, ya que hemos podido localizar su número de teléfono –levantando el dedo índice- pero señores, señoras, ¡todo esto y más después de la publicidad!
Tras mostrar el logo del canal dónde se retransmite el programa, con una música de ascensor, aparece un niño con una enorme mancha de barro. Su madre entra en escena después explicando que no sabe que sería de su vida sin su detergente favorito. Se oyen unos pasos suaves saliendo desde la cocina. Justo después, oye más susurros, hecho que le extraña ya que su mujer debe estar sola en la cocina. Se concentra con el intento de descifrarlos, pero de nuevo es imposible. Los susurros se detienen intermitentemente. Por momentos piensa que su mujer debe estar volviéndose loca. En la televisión aparece un paisaje en movimiento con una linda melodía. Se relaja. Unos instantes después, irrumpe un coche con la familia perfecta. Julio se pone tenso. Acto seguido se suceden una serie de anuncios insoportables, pero no puede cambiar de canal o se perderá el desenlace. Llega el momento esperado. Aparece, de nuevo, el logo del canal dónde se retransmite el programa, con la misma música.
Patricia hace un breve resumen de la historia de su invitado. Da la señal para que la llamada entre en directo. Se queda a la espera. Diez segundos después se coloca la mano en el oído, arruga su frente:
- ¿Carmen?
No hay respuesta.
- Carmen ¿Estás ahí?
- Sí – con tono displicente.
- Bueno, ahora es tu momento –dirigiéndose a Julio.
- “Hiiijjja…”
Carmen lo interrumpe.
- Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa para hablar conmigo –con aire indignado.
Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantiene su audiencia, pide una aclaración a Carmen.
- ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre?
Carmen le contesta, con tono displicente
- No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo –muy solemne. Añade- No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, una confianza que nunca has cultivado.
Cuelga el teléfono. Patricia se dirige a Julio.
- Bueno Julio, espero que todo salga bien, y que podáis arreglar vuestro conflicto en un espacio más íntimo –con un tono más tierno.
El público aplaude. Los ojos de Julio están nublados. La presentadora prosigue presentando a su siguiente invitado: Arnaldo, un “travesti” al que no aceptan como tal en su lecho familiar.
Se oye un ruido de platos y cubiertos que chirrían al chocar unos con otros. Sus hijas preparan la mesa para la comida, entre susurros. Consuelo, la mujer de Julio, sale de la cocina con una tortilla en la mano. La deposita en la mesa. Gira la cabeza llamando a Julio a comer. En el sofá, iluminado con el reflejo de la televisión, yace un busto de mármol, con la mirada triste.

"Monólogos estropajiles" (versión anterior)

Consuelo seca los platos con un trapo y los coloca en las estanterías. Desde que ha ganado unos quilos, ya no es la misma. Se agota con facilidad, y los tragos que le echa a la garrafa de vino, no le ayudan demasiado. La puerta de la cocina esta entreabierta. De fondo, le llega el sonido del televisor: Julio, su marido, está siguiendo el final de la copa. Consuelo grita su nombre. Como de costumbre, no recibe ninguna respuesta. Suspira y le pregunta, sin moverse de la cocina, que va a querer para cenar. AL no recibir ninguna respuesta se dice a sí misma, en voz baja, que hará lo mismo de siempre. Empieza a cortar patatas.
A primera hora de la mañana, se dirige a correos para recoger una carta certificada. El calor en la sala es insoportable, lo que hace la espera aún, si cabe, más larga. Por fin es su turno. El hombre de la ventanilla le da la carta. Su expresión se torna agria cuando ve en el sobre el logo de hacienda. Sale del edificio y se sienta en un banco. Abre la carta lentamente. La lee. Sus ojos se nublan al saber que ha sido multada, y tendrá que pagar en un periodo de un mes, sin la posibilidad de fraccionamiento. Consuelo rompe la carta. Piensa porqué siempre pillan los del pueblo raso. Se apoya en el banco. Decide que será mejor no comentar nada a Julio, no vaya a ser que pierda los nervios. Hace tiempo que no le pasa, pero será mejor no tentar la suerte.
Al atardecer, en la cocina, lava los platos un tanto alterada. Comienza a susurrar algo indescifrable mientras levanta el estropajo mirándolo fijamente.
— ¿Cómo me lo voy a hacer para reunir tanto dinero? —le dice—, tendré que pedir ayuda… pero ¿a quién?
Espera unos segundos como si estuviera recibiendo una respuesta.
— Si claro… —prosigue— ya sé que lo lógico sería comentárselo a Julio, pero es que siempre que le he hablado de dinero se ha puesto hecho una furia. Si… —continua como si alguien la estuviera interrumpiendo— ya sé que tendría que ser más valiente, pero temo una discusión que acabe con todo, ¿a dónde podría ir con mis hijas teniendo un sueldo tan bajo?
Se hace un silencio. Le cuesta un poco rascar los restos de comida. Ya no es el mismo, está un poco viejo, pero le da pena cambiarlo. Se ha encariñado, ya que es el único de la casa con el que se puede desahogar. Sobre un fogón se fríen unas patatas. Consuelo se detiene, menea la nariz y exclama un “mierda” mientras suelta el plato que estaba fregando. Toma un cucharón y remueve las patatas agarradas en la sartén. Sus brazos están aún cubiertos de jabón, unas gotas del cual han caído sobre las patatas. María, hija mediana de Consuelo, entra en la cocina.
— Mami… —sollozando— Hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Consuelo, demasiado sumida en sus conflictos culinarios le exclama:
— Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo Ángela Channing, personaje de una de las series que está más de moda. Además —prosigue— es muy práctico: así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.
María se toca el pelo y se va hacia su habitación más tranquila.
Consuelo marca un número en el teléfono. El señor Álvaro contesta al otro lado de la línea y concretan una cita para el día siguiente. Tras colgar el teléfono, casca unos huevos y los bate. Mira las patatas, pero aún les quedan algunos minutos. Coge el estropajo y friega los cacharros que ha ensuciado. Se detiene, y levanta el estropajo hasta la altura de sus ojos:
— Sí —en voz baja—, ya sé que es muy humillante pedir dinero al Sr. Álvaro, pero la verdad es que me voy a dejar de tantas tonterías, porque de qué sirve la dignidad cuando hay necesidad.
Está inmersa en sus pensamientos cuando entra su hija con las gafas partidas sobre sus manos.
— Pero… ¿Qué ha pasado?
— Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado, mientras las buscaba.
— Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma? —suspirando.
Mientras se seca las manos se queja de lo mal que van de dinero. Mira a su hija, mientras piensa que le gustaría que las cosas fuesen de otra manera, pero que se le va a hacer: ¡son así!
— Ven María, vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.
Le coge las gafas. Entra en el baño, abre un botiquín y saca el esparadrapo.

Por la mañana, Consuelo limpia ensimismada el polvo de la habitación de Julio. Hace ya unos cuantos años que duermen separados. Todo está intacto, nada ha cambiado de sitio. Pero parece que precisamente lo que provoque tanto polvo sea eso: el desuso. Deja el plumero y se sienta un momento en la cama. Cinco minutos, piensa. Pero no descansa ni un minuto y aprovecha para poner un poco de orden. Vacía el cajón de los calzoncillos, que está un tanto desordenado. Los saca todos. Mira uno a uno, como si hiciera mucho tiempo que no ve un calzoncillo. La mayoría están agujereados, otros amarillos del color del ajo frito. Piensa que ese hombre es un desastre, tendrá que ir a comprarle unos nuevos. Mete la mano para sacar los últimos, ya que el cajón está un poco atascado. Palpa algo extraño. Saca el objeto. Es un monedero. Lo observa como si nunca lo hubiera visto. Finalmente lo abre. En su interior sólo hay billetes. Completamente atónita, se pregunta por qué tendrá su marido setecientos euros escondidos en el cajón de los calzoncillos.
Por la noche Consuelo, en la cocina, está a punto de darle la vuelta a la tortilla de patata. María entra.
— Hija, pásame la tapa de la sartén.
— Mamá… tienes que cambiarme de colegio — mientras le pasa la tapa— ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas reparadas. Todos se reían sin parar.
Consuelo le da la vuelta a la sartén. Cuando la levanta, sólo una porción de tortilla ha quedado sobre la tapa.
— “Me cago en la mar” — en voz baja.
Deja la sartén y la tapa sobre el mármol.
— ¡Lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña!
María se va. Consuelo recoge los pedazos y los intenta colocar en un plato. Coge el estropajo para limpiar el destrozo. Le susurra:
— Ojalá yo tuviera cojones para darle una buena ostia a mi marido. Yo trabajando como una mula, y él allí, ¡apoltronado en el sofá!
Espera unos segundos como si estuviera recibiendo una repuesta.
— Ya sé que ni siquiera soy capaz de contarle que he encontrado el dinero… Pero es que tú no sabes cómo se pone Julio cuando se enfada.
Consuelo lleva la tortilla a la mesa. María y sus dos hermanas aparecen ansiosas por probarla. Consuelo gira la cabeza llamando a Julio a la mesa. En el sofá, iluminado con el reflejo de la televisión, yace un busto de mármol, con la mirada triste.

"En clase de musica" (versión anterior)

María escribe sobre el muro del patio, con una cáscara de pipa en la mano. Sobre el muro hay pintadas siluetas de niños vestidos con batas a rallas, que juegan felices cogidos de la mano. Pero sus trazos no siguen el contorno de las siluetas, más bien perfilan números gigantes para que puedan verlos hasta los de la última fila. Nadie mejor que ella para entender la dificultad de percibir algunas figuras desde la distancia: es el lastre de los miopes.
Interrumpe intermitentemente su tarea, volviéndose hacia atrás para aclarar lo que está escribiendo, por si alguno de los oyentes se ha perdido entre tanta fórmula. Aclara que las mates son más fáciles de lo que parecen. Desde el extremo opuesto del patio, Cecilia, la nueva profesora, se extraña al ver a María hablando sola. Y es que la exclusión por parte de sus compañeros de clase, la ha llevado a crearse sus propios amigos imaginarios. Tras la alerta de un timbre que da por finalizado el tiempo de recreo, la cara de María se torna agria. Hace un estudiado gesto con la nariz para colocarse bien las gafas, cuyos cristales empequeñecen el tamaño de sus ojos. Lanza la pipa y corre hacia una de las filas.
Cuando aún no ha comenzado la clase de música, María ya ha ocupado su asiento mientras el resto de la clase arma barullo alrededor de las mesas, aprovechando la ausencia del profesor. Unos minutos más tarde, Viçens entra airado con las manos llenas de papeles que va perdiendo a su paso. Deja los restantes en su mesa, y vuelve a recoger los que se le han caído. Por el camino ordena a los niños que se callen, con la voz un tanto elevada, pero sin mucha autoridad. Los alumnos no se calman hasta la tercera vez que alza la voz. A pesar de que el silencio aún no es absoluto, Viçens, resignado, inicia la clase. Meritxell, ocupa el asiento contiguo al de María. Su pupitre es un caos, su bata siempre está mugrienta y agujereada de tanto arrastrarse por el suelo. Es más: huele a cemento. Jamás está quieta. Poco después de sentarse inicia, como acostumbra un ataque de pellizcos dirigidos al brazo de María, con una sonrisa maliciosa. María ni se inmuta, su pupitre está impecable. Tal vez esa sea la razón por la que los profesores han tomado la decisión de sentarlas juntas. Pero la relación que se establece entre ellas no parece ser demasiado constructiva.
Al día siguiente, durante el recreo, María sigue con su lección de matemáticas. Su voz se va distorsionando según a cuál de sus alumnos invisibles está interpretando. Cecilia se acerca a ella algo preocupada.
— María, ¿con quién estás hablando?
María se sonroja y baja la mirada sin contestar a su pregunta. Cecilia se agacha y apunta con el dedo índice hacia un grupo de niñas sentadas en el suelo jugando a “cromos de picar”.
— ¿Has jugado alguna vez?
María mueve la cabeza dando una respuesta negativa. Cecilia la anima a probarlo. Ella se acerca al grupo de niñas un poco intimidada.
— ¿Puedo jugar? — con la mirada baja.
— Creo que con tu corte de pelo te pega más ir a jugar con los niños a fútbol —le sugiere una de ellas meneando su larga trenza dorada. Las demás empiezan a reír mientras María se aleja cabizbaja.
Por la noche, la madre de María lava los platos un tanto alterada, mientras susurra algo incomprensible. Sobre uno de los fogones se fríen unas patatas. Consuelo se detiene, menea la nariz y exclama un “mierda” mientras suelta el plato que estaba fregando. Toma un cucharón y remueve las patatas agarradas en la sartén. Sus brazos están aún cubiertos de jabón, unas gotas del cual han caído sobre las patatas. María aparece en el umbral de la puerta, un poco cabizbaja. Consuelo, que está demasiado ocupada intentando solucionar su altercado con las patatas, no se percata de su presencia.
— Mami… —sollozando—, hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Consuelo, sin tan siquiera dirigirle la mirada, le exclama:
— Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo Ángela Channing, personaje de una de las series que está más de moda. Además —prosigue— es muy práctico, así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.
Durante la mañana del día posterior, María, más animada, camina por el patio con la cabeza bien alta. Al fin y al cabo, lleva un peinado de alguien muy famoso. Pasa por delante del muro sobre el que acostumbra a dar la lección, sin detenerse. Se dirige hacia el campo de fútbol, dónde encuentra a un grupo de niños formando equipos. Pau, uno de ellos, se propone como capitán de uno de los equipos. Gerard se ofrece para ser el cabeza del equipo contrario. María aprovecha la situación.
— ¿Pue… puedo jugar? —con aire tímido.
— ¡No! —exclama Pau.
Raúl, amigo de Pau, se acerca a él y le sugiere que acepte la propuesta ya que uno de los componentes del grupo se ha puesto enfermo. Pau acepta algo resignado.
Gerard y Pau se juegan a piedra, papel o tijera quién elegirá primero. Pau se irrita con su derrota ya que María tendrá que jugar en su equipo. Van eligiendo alternativamente hasta conformar los dos equipos. Como Pau ya había previsto, María jugará con ellos. La coloca en la portería. Se inicia el partido. María se mantiene atenta al juego. Sacan desde el centro. Uno de los niños del equipo contrario se hace con el balón. Se acerca. María lo mira intimidada. Lanza a portería. Ella se queda mirando el balón con cara de pánico, hasta que se agacha cubriéndose la cabeza con las manos. El balón entra en la portería. Se arma un barullo entre los niños de su equipo.
— No te tendría que haber hecho caso, para eso mejor jugamos los cuatro —recrimina Pau a Raúl con tono irónico.
— No exageres... ¡sólo es un juego!
— No sé de qué te sirve tener cuatro ojos —dirigiéndose a María.
— ¡Déjala en paz! —le interrumpe Raúl.
— “Uuuhhh” ¿Ahora la vas a defender? ¡Ni que fuera tu novia!
Todos los demás se ríen a carcajadas. Raúl se sonroja, arruga la frente, y le lanza una mirada sumida en ira. Se avalancha sobre él. Todos los demás los animan formando un círculo y gritando: “Pelea, pelea”. Cecilia se percata de la situación y se aproxima, separando como puede a Raúl y Pau.
— ¡Parad de una vez! ¡Si os volvéis a pelear os quedáis todos sin recreo! —se calma—Venga, ¡seguid jugando!
Raúl se acerca a María.
— ¡Eh, tú! La próxima vez que veas acercarse la pelota no escondas la cara. ¡Cógelo, que no te comerá!
Se reanuda el juego. Uno de los chicos del equipo contrario le quita el balón a Pau. Después de su arrogancia, tampoco es tan bueno, piensa María. El delantero se acerca a la portería. María se concentra. Lanza el balón. Ella se queda mirando fijamente su trayectoria. Ésta vez, se mantiene erguida. Observa como se aproxima hacia ella y sin tiempo a reaccionar, éste impacta contra su cara. Sus gafas caen al suelo. Se agacha tocándose la cara con una mano, un poco temblorosa, mientras palpa el suelo en busca de sus gafas con la otra. Avanza, al no encontrar nada, y mientras da un paso para alante se oye un crujido.
Antes de cenar, María entra en la cocina con las gafas partidas sobre sus manos. Su madre, está batiendo unos huevos un tanto ensimismada.
— Pero… ¿Qué ha pasado?
— Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado mientras las buscaba.
Consuelo, deja los cacharros y lanza un fuerte suspiro. Baja la mirada, dirigiéndola hacia su hija.
— Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma?
Mientras se seca las manos se queja de lo mal que van de dinero. Toma las gafas descompuestas.
— ¡Ven! vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.
Justo antes de que de comienzo la primera clase de la mañana, María se detiene en el umbral de la puerta del aula. Sus gafas están unidas por un trozo de esparadrapo. Entra con un aire temeroso. Viçens todavía no ha llegado. Nadie ocupa su pupitre. Al verla entrar, un alud de carcajadas se extiende por el aula. María ocupa su asiento y ordena los libros del interior del pupitre. Cuando llega el profesor emite un sonido con los labios para que se haga el silencio, pero como de costumbre, no lo consigue. Tras el tercer grito, los alumnos van ocupando sus asientos. Meritxell se sienta y comienza, como acostumbra, a pellizcar a María con malicia. Ella no muestra ningún tipo de resistencia y sigue mirando al frente, sin mostrar ningún tipo de reacción. Meritxell se detiene al no provocar en ella ninguna reacción. Pasa a entretenerse hurgando en su caótico pupitre. María relaja la expresión de su cara, sin llegar a mirar qué está haciendo su compañera. Mira hacia una de las paredes laterales decoradas con algunos lemas. “Amaos los unos a los otros como Dios os ha amado”, dice uno de ellos. María suspira pensando lo difícil que es a veces aplicar la teoría. Gira la cabeza y se queda absorta mirando por la ventana. Sueña a menudo que Bastián, el perro volador de la Historia Interminable, aparece por la ventana para rescatarla y dar su merecido a los demás. Meritxell interrumpe su ensoñación tocándole el brazo con la punta del dedo índice. María se gira. Su mirada se nubla progresivamente tras las friegas que le da Merixtell con una barra de pegamento, sobre el cristal de sus gafas. Un estallido de risas inunda de nuevo el aula. Viçens intenta controlar la clase, con ciertos apuros. María suspira mientras piensa que es una lástima que los perros no vuelen. Se levanta, y se dirige hacia el baño para limpiarse las gafas.
Por la noche, María entra en la cocina. Consuelo está a punto de darle la vuelta a una tortilla de patata.
— Hija, pásame la tapa de la sartén.
— Mamá… tienes que cambiarme de colegio —mientras le pasa la tapa— ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas reparadas. Todos se reían sin parar…
Consuelo le da la vuelta a la sartén. Cuando la levanta, sólo una porción de tortilla ha quedado sobre la tapa.
— “Me cago en la mar” —en voz baja.
Deja la sartén y la tapa sobre el mármol.
— Lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña.
María mira a su madre con ira, seguro que cualquier otro padre la cambiaría de escuela.
A primera hora de la mañana, Viçens reparte algunos instrumentos para que los alumnos los puedan ver. Meritxell empieza a pellizcarla como acostumbra a hacer en las clases de música. María arruga su frente mientras Viçens vuelve a su mesa. Explica el funcionamiento de cada instrumento, pero no se le llega a entender por el barullo que forman los alumnos. Algunos empiezan a tocar los instrumentos sin ton ni son. Meritxell pellizca más intensamente a María, excitada por el ruido, mientras le cuchichea que lo hace porque es fea. María presiona los labios con ira, sin dejar de mirar al frente. El barullo cada vez es más estridente, una mezcla de flautas desafinadas y “tamtames” golpeados bruscamente. Meritxell se levanta para coger algo del corcho. Cuando vuelve a tomar asiento, María nota un pinchazo de aguja en el brazo. Se gira inmediatamente mirando a Meritxell, con los ojos sumidos en ira. Levanta su mano derecha y la golpea con todas sus fuerzas en la mejilla.
Meritxell empieza a llorar desconsoladamente, pero nadie la atiende. Todos están extasiados, sumidos en una especie de trance. Viçens se percata y se queda mirando fijamente a María, que baja la mirada esperando represalias. Pero él está demasiado ocupado en un intento de calmar a la clase. Golpea la pizarra pero los alumnos no se calman. Se aproxima aceleradamente hacia uno de ellos: Pau, el que arma más escándalo. Le retira la flauta. Pau le exclama que es un “maricón”. Viçens alza la flauta con brusquedad como si fuera a golpearle. Lo mira un instante y baja la mano. Se hace un silencio irrumpido por los sollozos de Meritxell.
María, durante el recreo, conduce un autocar invisible. Explica a sus alumnos imaginarios que hoy es un día muy soleado, un día perfecto para salir de excursión. Suena el silbato. Entra al aula y toma su asiento. Meritxell se sienta a su lado. Le da los buenos días de una manera incomprensiblemente dulce. Le explica que pronto será su cumpleaños y que está invitada a su fiesta. María la mira sorprendida. Se hace un silencio interrumpido por unos pasos firmes. Es Eulalia, la nueva profesora de música.