"El mejor amigo de Lucy"

Hasta el día de hoy, Luis no ha sido realmente consciente de la magnitud de su problema. Cinco minutos antes de que den las ocho, entra en una sala inundada de escritorios separados por unas mamparas grisáceas, tras las que se esconden entes que hablan a través de unos auriculares. Se desliza por el camino laberíntico que dibuja la disposición de las divisorias, hasta llegar a una mesa con su nombre serigrafiado sobre una placa. Toma asiento y se coloca unos auriculares lanzando un largo suspiro.
— Buenos días, mi nombre es Luis Rodríguez. ¿En qué puedo ayudarle?
— Verá, ¡hace ya cinco meses que contraté la línea ADSL y todavía no puedo conectarme a Internet!
— Bien, facilíteme su DNI. Le abriré un expediente sobre la incidencia.
— ¡Ya estoy hasta los cojones! Siempre me decís lo mismo. Ya es mi sexta llamada. ¡Lo que quiero es que me envíe un técnico inmediatamente!
Luis agacha la cabeza ligeramente mientras cubre csu boca con la palma de su mano.
— Bshh, bshh, bshh... Disculpe, creo que hay interferencias. No le recibo bien…
Luis cuelga algo aliviado. Y así se suceden las interminables nueve horas de su jornada laboral. Entre llamada y llamada se imagina cenando con Lucy bajo la cándida luz de unas velas, acompañados por un buen vino y un enorme “chuletón” de ternera, fantasía que le hace más llevadera su interminable jornada. Sale del trabajo sonriente, fantaseando aún con la cena y se dirige al cajero más próximo, que para su sorpresa, tan sólo le escupe una notificación que desdibuja su sonrisa. No se explica cómo le ha durado tan poco el mini préstamo que solicitó hace unos meses. La verdad es que no se ha privado de nada, cada deseo de Lucy han sido órdenes para él. Desde que empezaron a vivir juntos, quiso que se sintiese como una reina, que jamás le faltase nada. Pero como más le daba, más caprichosa se volvía y con su modesto salario no podía asumir los gastos. Sale del cajero y decide pasarse por la carnicería a ver qué puede hacer con lo que lleva en metálico.
Al llegar a casa se extraña de que Lucy no venga a recibirlo como acostumbra. La llama, pero no recibe ninguna respuesta. Se extraña al oír el sonido del televisor. Cuando entra en el salón descubre a Lucy aposentada en su sillón con el mando bajo su pata delantera, totalmente erguida, luciendo esas manchas negras que se extienden sobre su blanco pelaje del que se siente tan orgullosa. Luis la mira atónito. No puede creer lo que ven sus ojos. Ese es su sillón, ella ya tiene el suyo que por cierto le costó un ojo de la cara. La situación ha llegado demasiado lejos, se dice a sí mismo mientras se acerca a ella emitiendo una especie de sonidos guturales que intentan pedirle educadamente que le ceda su sitio. Ella le devuelve esa mirada altiva tan suya, que deja a Luis fuera de combate. Intenta recuperar el mando, pero Lucy se le adelanta desplazándolo con un sigiloso movimiento de pata. Luis se detiene cabizbajo, intentando pensar una nueva estrategia. Abre la bolsa de la carnicería y saca un “chuletón” de carne, que deposita después en uno de los platos de Lucy, justo al lado de la puerta que da a la cocina. Ella lo mira dibujando una sonrisa cínica sin mover un solo pelo de su cabellera. Luis baja la mirada, la ha infravalorado, ella no es tan estúpida como para ceder su nueva condición de poder a un precio tan bajo. Resignado, toma el sillón aterciopelado de Lucy y se acomoda a su vera. Se queda mirando fijamente el televisor sin percatarse de lo que se está retransmitiendo. Constriñe los ojos con aire pensativo. Todavía no entiende como han llegado hasta tal punto, ya no recuerda exactamente en qué momento comenzaron a volverse las tornas. Tampoco recuerda cómo era su vida antes de que Lucy entrara en ella. Sólo tiene la imagen del día en que la vio por primera vez. Vagaba solitario, un día gris, por las calles de la ciudad cuando pasó por la tienda de animales. Ella estaba ahí, luciendo su hermosa cabellera totalmente erguida y con la mirada altiva. Luis supo en ese instante que era ella lo que le llenaría su profundo vacío, y la conseguiría costase lo que le costase. Y la verdad es que no se imaginaba que le costaría tanto porque aún no sabía que era un perro de raza muy valorado. Pero en ese momento no le importó. Esos días fueron los más maravillosos de su vida. Paseando por el parque, todas las mujeres qué antes ni se percataban de su presencia ahora se volvían para mirarle. Cuando Lucy se paraba a jugar con otro perro, él tenía la excusa perfecta para entablar una conversación con su dueño o, todavía mejor, con su dueña. Definitivamente sus días de soledad se habían terminado. Y todo gracias a Lucy. Tal era su devoción, que no le dio importancia al hecho de que empezara a tirar de la correa con tanta intensidad que era ella quien lo arrastraba. Ella decidía cuanto duraban sus conversaciones con los demás transeúntes, y algunas veces ni le dejaba tiempo para sacar la cartera y comprar el periódico. Llegó hasta tal punto en que era ella quién decidía cuándo salían a pasear, posando sobre su mano la empuñadura de la correa. Pero nunca lo tomó a mal, más bien se sentía orgulloso de que su pequeña tuviera iniciativa y no fuera un simple perro estúpido.
El estómago de Luis emite una especie de ronroneo. Se levanta y se dirige a la cocina. En la nevera sólo encuentra unas albóndigas de su madre algo florecidas. Cierra la nevera y se dice “¡que coño!” mientras vuelve al salón. Se agacha y recupera el “chuletón” del plato de Lucy. Ella se levanta del sillón y se dirige al perchero. Da un brinco y agarra su correa entre los dientes. Se asoma por la ventana con la mirada amenazante. Luis baja los hombros, vuelve a depositar el trozo de carne en el plato y lo coloca junto al sillón. Vuelve a la cocina y rebusca entre los armarios, pero no encuentra nada comestible. Detrás de la puerta, ve una bolsa de pienso entreabierta. Cabizbajo, se pone dos puñados en un bol, que rellena después con un poco de leche.
- Tal vez debería volver a terapia -se dice mientras come la primera cucharada.

"Monólogos estropajiles"

Buenas noches, señores y señoras. Mi nombre es Consuelo, y me dirijo a ustedes para confesarles que he cometido un asesinato. Pero no se asusten pues no fue premeditado, sino fruto de un impulso incontrolable. Si me permiten, después de haberme desnudado de esta manera, me voy a conceder el atrevimiento de tutearles.
Las chicas de ahora lo tenéis muy fácil. Podéis gozar completamente de vuestra independencia, ya no os sometéis a ningún hombre. Si una relación no os convence lo dejáis correr sin que esté mal visto. Podéis tener relaciones íntimas con quién deseéis sin que nadie os trate de putas. Y me parece muy bien, ya me gustaría a mí haber tenido tanta libertad. Yo nací en un pueblo durante la posguerra, en el que te tachaban de puta por el simple hecho de llevar tacones. En la escuela me enseñaban las Normas de Conducta de la Sección Femenina de la Falange, y me casé casta y virgen. Gocé, eso sí, de una ventaja con respeto a mis padres, ya que nadie me obligó a casarme con mi marido. Con todo y con eso no aproveché demasiado esta pequeña ventaja, aunque me duela reconocerlo no tuve demasiado ojo en mi elección. La verdad es que me casé enamorada, era un hombre muy guapo y delicado. Por lo menos hasta el día del enlace, porque desde entonces, yo me quedaba en casa fregando mientras él salía con sus amigos de cañas. No me llevaba al cine ni a pasear por el parque y yo, como una completa ilusa, me esmeraba en hacerle comidas cada vez más buenas por si acaso se sentía descontento y por esa misma razón no tenía detalles conmigo. De los pocos encuentros amorosos que tuvimos, nacieron cinco lindas niñas, porque como sabéis el uso del preservativo no estaba bien visto ante los ojos de Dios. A partir de entonces nuestras relaciones sexuales menguaron, bueno más bien desaparecieron. Pero la verdad, a mi no me importó porque para ser honesta nunca sentí un gran placer en ello. Os puedo confesar que hasta el día de hoy, todavía no sé lo que es un orgasmo.
Con el tiempo, construimos una rutina muy difícil de alterar. Yo me pasaba el día en casa limpiando y cuidando de las niñas, y él estaba todo el día fuera de casa, en el trabajo o de bares. De vez en cuando teníamos discusiones, sobretodo por el dinero, pero en el momento que se ponía un poco furo, yo me achantaba y volvía a mi rincón en la cocina. Es que siempre ha tenido un temperamento muy fuerte y cualquiera le lleva la contraria cuando se le cruzan los cables.
Un día llegó extrañamente antes de tiempo del trabajo. Yo le pregunté que le pasaba, pero en vez de explicármelo me exigió que le trajera una cerveza con un tono excesivamente tenso. Y desde entonces comenzó a pasar los días frente el televisor. Sólo abría la boca para pedirme algo de beber o comer y yo, como una estúpida sumisa, acataba todas sus órdenes por si acaso le pegaba algún berrinche. La convivencia se hacía cada vez más claustrofóbica, él en el salón todo el día y yo en la cocina, sin tan siquiera dirigirnos la palabra. A veces intentaba entablar algún tipo de conversación, pero él no me contestaba.
Me sentía tan sola. No tenía con quién desahogarme, mis amigas estaban hartas de oír mis lamentaciones sin que hiciese nada por salir de aquella situación. Pero es que ellas no sabían como se ponía Julio. Y a las niñas no las quería poner en contra de su padre. Así que un día, sin saber porqué, levanté el estropajo y le comencé a explicar todos mis problemas. Evidentemente no me contestaba, pero puedo aseguraros que sabía escuchar.
Cuando pensaba que no me podía ir peor, llegó una carta de Hacienda. Fui multada con una cantidad que contenía al menos tres ceros. Aquella noche, mientras estaba terminando de hacer una tortilla de patatas, no lo podréis creer, el estropajo me contestó. Reconozco que le había echado algún trago a la garrafa de vino, pero os puedo prometer que no estaba borracha. Cuando le conté lo sucedido él me contestó:
— ¡Tienes que contárselo a Julio y decirle que levante el culo de una vez!
Lo solté y di un paso hacia atrás. Después me mantuve inmóvil durante unos segundos. Pero la verdad es que no me venía mal recibir algún consejo, aunque éste saliera de boca de un estropajo y no de la de un grillo. Así que lo cogí de nuevo y proseguí con la conversación sin elevar el tono de voz, por si acaso Julio me escuchaba.
— Si claro… —susurrando— ya sé que lo lógico sería comentárselo a Julio, pero es que siempre que le he hablado de dinero se ha puesto hecho una furia. Si…
— ¡Tienes que ser más valiente y enfrentarte a él!
— Ya lo sé... pero temo una discusión que acabe con todo, ¿a dónde podría ir con mis hijas con mi situación económica?
Aquellas conversaciones se convirtieron en un gran alivio, aunque no nos acabásemos de entender y de vez en cuando me echara alguna moralina. Cómo la situación económica era un poco precaria, tuve que pedir un pequeño préstamo con un interés bastante alto, sobretodo tratándose de Sr. Álvaro. Fue un poco humillante pero la verdad, no me quedó otra.
Todo volvió a tomar una relativa tranquilidad, incluso Julio estaba más calmado. Ya no me pedía comida ni bebida, ni tan siquiera se levantaba para ir al baño. Yo no me acercaba mucho a él ni le preguntaba cómo estaba, no fuera a ser que siguiese enfadado. Eso sí, de vez en cuando le quitaba con el plumero el polvo que se le acumulaba sobre sus hombros. La relación se hizo más llevadera ya que ninguno de los dos molestaba al otro. Hasta que el jueves por la mañana, mientras limpiaba la habitación de Julio, ¿sabéis lo que encontré? El cabrón tenía escondida una cartera con mil euros mientras yo pedía por ahí limosna de la manera más humillante. Sí, ya sé que él ni tan siquiera sabía lo de la multa, pero era completamente conciente de lo asfixiados que íbamos con el dinero. Además, ¿para qué lo querría? Todavía no lo sé. Justo después me dirigí a la cocina y cuando se lo explique a mí querido amigo, él me contestó:
— Ahora mismo sacas el dinero del cajón, se lo enseñas a Julio y le dices que nos lo vamos a gastar en un increíble fin de semana en Caldea.
— ¡Sí hombre! ¿Por qué no se lo dices tú?
— ¡Porque yo no me casé con él!
— Mejor lo dejo ahí, no vaya a ser...
— ¿Qué? Vamos Consuelo... ¡Siempre te pones alguna excusa!
— Ya estoy harta de tus consejitos... la teoría se ve muy fácil desde tu posición...
— ¡Lo que pasa es que eres una cobarde y nunca cambiarás, y te quedarás toda tu vida pudriéndote al lado de un hombre que nunca te ha querido y para el que sólo eres una simple sirvienta, y encima le sales gratis!
La verdad escuece. Aquella noche no pude conciliar el sueño, su voz me penetraba por los oídos, aún estando en mi dormitorio. Así que atacada por mi insomnio, me levanté, entré en la cocina, cogí el cuchillo jamonero, y le corté cada uno de sus tirabuzones metálicos.