"En clase de música"

Hasta que entré en la pubertad, mi juego favorito era el de dar clases de matemáticas. Sí, sé que parece un poco extraño, pero disfrutaba compartiendo mis nuevos conocimientos adquiridos en el aula. El procedimiento siempre era el mismo. Durante el recreo, me dirigía directamente hacia uno de los muros que rodeaban el patio, sobre el que se extendía un mural con niños y niñas vestidos con batas a rallas, que jugaban felices cogidos de la mano. Además todos eran rubios y sin defecto alguno. Menuda hipocresía. Como tiza utilizaba una cáscara de pipa recolectada directamente del suelo, que siempre estaba lleno de los desechos de los más mayores. Y así comenzaba mi lección de matemáticas. Siempre dibujaba unos números enormes para que pudieran verlos hasta los de la última fila. Nadie mejor que yo para entender la dificultad de percibir algunas figuras desde la distancia: es el lastre de los miopes.
Como ya os he comentado era un poco rarita. A diferencia de los otros niños, después de las clases de gimnasia, las de música eran las que menos me gustaban. Y es que Viçens, el profesor, no tenía demasiada autoridad. Durante sus clases yo era la única que ocupaba mi pupitre, que por cierto estaba impecablemente ordenado, mientras el resto de los niños armaban barullo. A mi lado se sentaba Meritxell. Su pupitre era un caos, su bata siempre estaba mugrienta y agujereada de tanto arrastrarse por el suelo. Es más, olía a cemento. Y lo que es peor: pasaba las clases pellizcándome. Tengo que reconocer que yo era una víctima bastante fácil, para ser exactos era bastante empanada porque cuando me acribillaba a pellizcos, yo ni me inmutaba.
Un día como cualquier otro, durante el recreo, Cecilia, una profesora en período de prácticas, se acercó a mi un poco intrigada sobre mi peculiar entretenimiento.
— María, ¿con quién estás hablando?
Yo me ruboricé, ya que estaba convencida de pasar desapercibida. Se trataba de una pregunta retórica porque evidentemente mis interlocutores eran invisibles. Sí. La exclusión a la que me vi sometida por parte del resto de los compañeros de clase, me llevó a crearme unos amigos imaginarios. Era totalmente consciente de su inexistencia, pero hablar con ellos me hacía sentir más acompañada. Por suerte, en aquella época todavía no havia psicólogos en las escuelas. De no ser así, tal vez ahora estaría totalmente adicta a alguna sustancia química. Cecilia, prosiguió su interrogatorio al ver que no contestaba a su pregunta, mientras apuntaba con el dedo índice hacia un grupo de niñas sentadas en el suelo jugando a cromos de picar.
— ¿Has jugado alguna vez?
No. Jamás había jugado, pero es que pedirles que voltearan una carta a mis amigos invisibles ya era demasiado. Por cortesía y para que no me preguntase más, me acerqué a aquel grupo de niñas.
— ¿Puedo jugar? —les pregunté con la mirada baja.
— Creo que con tu corte de pelo te pega más ir a jugar con los niños a fútbol —contestó Berta, entre una alud de carcajadas, mientras meneaba con arrogancia su larga trenza dorada. Nada que ver con esas niñas dulces y adorables dibujadas sobre el muro del patio.
Por la noche, cuando entré en la cocina, mi madre susurraba algo un tanto alterada, con la mirada fijada en el estropajo, que sostenía con la mano levantada. La versión, supongo, de mis amigos imaginarios. Un ligero olor a quemado interrumpió su monólogo. Tomó un cucharón y removió las patatas agarradas en la sartén.
— Mami… —intervine intentando llamar su atención—, hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Ella, sin tan siquiera dirigirme la mirada, me contestó:
— Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo Ángela Channing, personaje de una de las series que está más de moda. Además —prosiguió— es muy práctico, así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.
Con el tiempo, me he dado cuenta de que poseía una cualidad que me fue de gran ayuda: era una completa ilusa. Al día siguiente, caminaba por el patio con la cabeza bien alta, al fin y al cabo, llevaba un peinado de alguien muy famoso. Pasé por delante del muro sobre el que acostumbraba a dar la lección, sin detenerme, hasta llegar al campo de fútbol, dónde estaban los niños formando equipos. Pau, uno de ellos, se propuso como capitán de uno de los equipos. Gerard se ofreció para ser el cabeza del equipo contrario. Yo aproveché la situación.
— ¿Puedo jugar? —con aire decidido.
— ¡No! —inquirió Pau.
Raúl se aproximó y le sugirió que aceptase la propuesta ya que uno de los niños estaba enfermo y necesitaban a alguien más para formar dos equipos. Los demás aceptaron y a Pau no le quedó otra opción que resignarse.
Gerard y Pau se jugaron a piedra, papel o tijera quién comenzaría a elegir. La suerte no estaba de parte de Pau, quién completamente irritado tuvo que asumir que yo jugaría con ellos. Por supuesto me colocó en la portería. Se dio inicio al encuentro. Yo me mantenía todo lo atenta que podía al juego, un poco temerosa por los balonazos que daban aquellos niños. Hasta que uno de ellos se acercó a mi portería y cuando lanzó el balón mi reacción fue agacharme y cubrirme la cara con los brazos. El balón entró y como era de esperar, provocó una fuerte discusión entre los componentes de mi equipo.
— No te tendría que haber hecho caso, para eso mejor jugamos los cuatro —le recriminó Pau a Raúl.
— No exageres... ¡sólo es un juego!
Pau se acerco a mí y me apuntó con su dedo índice.
— No sé de qué te sirve tener cuatro ojos.
— ¡Déjala en paz! —interrumpió Raúl.
— “Uuuhhh” ¿Ahora la vas a defender? ¡Ni que fuera tu novia!
Todos los demás se comenzaron a reír a carcajadas. Raúl, como si de un insulto se tratase, le lanzó una mirada sumida en ira y se precipitó sobre él. Todos los demás los comenzaron a animar formando un círculo y gritando «Pelea, pelea», a modo de orangutanes. Fue la primera y última vez que dos hombres se pelearían de aquella manera por mí, aunque el motivo no fuese muy sugerente. Cecilia se percató de la situación y enseguida intervino.
— ¡Parad de una vez! ¡Si os volvéis a pelear os quedáis todos sin recreo! Venga, ¡seguid jugando!
Raúl se acercó a mí, y con la expresión alterada que adquiere un macho después de una pelea me exclamó:
— ¡Eh, tú! La próxima vez que veas acercarse la pelota no escondas la cara. ¡Cógelo, que no te comerá!
Se reanudó el juego. Esta vez no quería decepcionar al único que me había sacado la cara, a pesar de que le afectase tanto que lo vinculasen emocionalmente conmigo. Uno de los chicos del equipo contrario le quitó el balón a Pau. Después de su arrogancia, tampoco era tan bueno. El delantero se acercó a mi portería y lanzó la pelota. Yo me concentré sin apartar la mirada de aquel balón que se precipitaba contra mí a una velocidad incalculable. Tengo que reconocer que era un poco lenta de reflejos, porque antes de que pudiese reaccionar, el balón ya había impactado contra mi cara. Perdí las gafas en el impacto. Me agaché, calmándome la cara con una mano y palpando el suelo en busca de las gafas con la otra. Avancé, al no encontrar nada, y mientras di un paso para alante oí un crujido que me dolió más que el pelotazo.
Por la noche entré en la cocina con las gafas partidas por la mitad. Mi madre estaba batiendo unos huevos, a un ritmo esquizofrénico.
— Pero… ¿Qué ha pasado? —me interrogó mi madre.
— Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado mientras las buscaba.
Mi madre lanzó un leve suspiro. Después se llevó las manos a la cabeza lamentándose de lo mal que íbamos de dinero.
— Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma? —volvió a suspirar—. ¡Ven! vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.
El día siguiente, a primera hora, teníamos clase de música. Yo llegué unos minutos más tarde. Mi madre tuvo la brillante idea de unirme las gafas fracturadas con un trozo de esparadrapo. Me detuve temerosa en el umbral de la puerta del aula. Vicenç todavía no había llegado. Los niños armaban barullo alrededor de las mesas, aprovechando la ausencia del profesor. Por fin me decidí a entrar y enfrentarme a esas pequeñas fierecillas. Como era de esperar fui recibida entre un alud de carcajadas. Con la cabeza baja, ocupé mi asiento y me dispuse a ordenar mi pupitre. Unos minutos más tarde, Viçens entró airado con las manos llenas de papeles que iba perdiendo a su paso. Dejó los restantes en su mesa, y volvió a recoger los que se le habían caído. Por el camino emitió algún sonido con intención de que los niños se callasen, pero como de costumbre, sin mucha autoridad. Los alumnos no se calmaron hasta la tercera vez que alzó la voz. A pesar de que el silencio aún no era absoluto, Viçens, inició su clase. Meritxell se sentó y comenzó, como acostumbraba a hacer en las clases de música, a pellizcarme con malicia. Yo no opuse ningún tipo de resistencia. Me quedé mirando al frente sin apenas reaccionar, hasta que por fin se cansó y se detuvo. Ni tan siquiera me giré para ver que estaba haciendo, simplemente me relajé. Una de las paredes laterales del aula, estaba decorada con algunos lemas. “Amaos los unos a los otros como Dios os ha amado”, decía uno de ellos. Claro, como si fuera tan fácil, me decía. Después giré levemente la cabeza, y me quedé absorta mirando por la ventana. A menudo soñaba que Bastián, el perro volador de La Historia Interminable, aparecía por la ventana para rescatarme y dar su merecido a los demás.
Meritxell interrumpió mi ensoñación tocándome el brazo con la punta de su dedo índice. Cuando me di la vuelta, su imagen se nubló progresivamente por las friegas que me dio con una barra de pegamento sobre el cristal de mis gafas. Era lo que me faltaba para llevar un look de lo más retro, al puro estilo Barragán. No fue una sorpresa que me volviese a convertir en el mono de feria de la clase. Viçens no dijo nada, estaba demasiado ocupado intentando controlar a los demás. Yo suspiré mientras pensaba que era una lástima que los perros no volasen.
Aquel día llegué a casa completamente indignada. Cuando entré en la cocina, mi madre estaba a punto de darle la vuelta a una tortilla de patata.
— Hija, pásame la tapa de la sartén.
— Mamá… tienes que cambiarme de colegio —mientras se le pasaba—, ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas. Todos se reían sin parar…
Mi madre, sin prestarme atención le dio la vuelta a la sartén. Cuando la levantó, sólo había quedado sobre la tapa una porción de la tortilla.
— ¡Me cago en la mar! —mientras dejaba la sartén y la tapa sobre el mármol—, ¡lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña!
En aquel instante odié profundamente a mi madre, seguro que cualquier otro padre me hubiese cambiado de escuela.
A primera hora de la mañana, Viçens repartía algunos instrumentos para que los pudiésemos ver. Meritxell comenzó a pellizcarme para no perder la costumbre. Yo arrugué la frente mientras Viçens nos explicaba el funcionamiento de cada instrumento, aunque era difícil llegarlo a entender por el barullo que formaban los alumnos. Algunos comenzaron a tocar los instrumentos sin ton ni son. Meritxell me pellizcaba con más intensidad, excitada por el ruido, mientras me cuchicheaba al oído que lo hacía porque era fea. Yo presioné los labios con ira sin dejar de mirar al frente. El barullo era cada vez más estridente, una mezcla de flautas desafinadas y “tamtames” golpeados bruscamente. Entonces Meritxell se levantó para coger algo del corcho. Cuando volvió a tomar asiento, noté un pinchazo de aguja en el brazo. Me giré bruscamente mirándola a los ojos, y en un arrebato completamente impulsivo, levanté mi mano derecha y la golpeé con todas mis fuerzas en la mejilla. Jamás antes había sentido tanto placer, y mi única cuestión era por qué no lo había hecho antes. Ella comenzó a llorar desconsoladamente, pero nadie la atendía. Todos estaban extasiados, sumidos en una especie de trance. Viçens se percató y me miró fijamente. Yo bajé la mirada esperando represalias, aunque sin una brizna de arrepentimiento. Pero él estaba demasiado ocupado en un intento de calmar a la clase. Golpeó la pizarra pero los alumnos no reaccionaban. Se aproximó aceleradamente hacia uno de ellos: Pau, el que armaba más escándalo. Le retiró la flauta. Entonces el niño se levantó amenazante y le exclamó que era un maricón. Viçens alzó la flauta con brusquedad como si fuera a golpearle. Lo miró un instante y como si de repente hubiese vuelto en sí, bajó la mano. Se hizo un silencio sepulcral.
Durante el recreo, volví al muro dónde acostumbraba a dar mis clases de matemáticas, conduciendo un autocar invisible. Pensé que era un día perfecto para salir de excursión con mis alumnos imaginarios. Cuando sonó el silbato y entré en el aula, Meritxell ya había ocupado su asiento. Me dio los buenos días de una manera incomprensiblemente dulce. Después me dijo que en unos días sería su cumpleaños y que estaba invitada a su fiesta. Increíble pero cierto. Al final resultó que mi madre me había dado un muy buen consejo. Se hizo un silencio interrumpido por unos pasos firmes. Era Eulalia, la nueva profesora de música.

"Julio y Cesar"

Jamás nadie supo exactamente en que condiciones perdió su trabajo. Aquel día llegó a casa antes de tiempo, se sentó en su sofá orejero de terciopelo, tomó el mando y me despertó sintonizando un canal cualquiera. Yo hacía mucho tiempo que pasaba los días en letargo, las niñas estaban en el colegio, y Consuelo sólo se aproximaba a mí para lavarme la pantalla o cambiarme el pañito por uno recién lavado. Al oírle entrar, su mujer salió de la cocina algo extrañada para preguntar a su marido la razón de su presencia. Él sin tan siquiera dirigirle la mirada, le ordenó que le trajera una cerveza. Consuelo, intimidada por la expresión de Julio, se dirigió a la nevera.
Cuando las niñas llegaron a casa no se atrevieron a preguntar a su padre, tal vez advertidas por Consuelo, como le había ido el día. Y no es de extrañar porque cuando Julio se enfadaba, era mejor dejarlo tranquilo. Desde la cocina comenzaron a surgir unos susurros indescifrables. Julio frunció el ceño presionando los labios con un leve tembleque, y comenzó a cambiar de canal con un aire un poco esquizofrénico. Estaba claro que no le gustaba para nada esa exclusión de la que por primera vez era consciente, ya que antes casi nunca estaba en casa. Por fin dejó de marearme evadiéndose en un aburridísimo partido amistoso de fútbol.
Desde entonces, persuadido por su orgullo, se sumió en un silencio que sólo interrumpía para saciar sus necesidades básicas. Esa actitud no sorprendió demasiado a su mujer y a sus tres hijas, acostumbradas a tener una relación distante con el hombre de la casa. Nadie le preguntaba como se encontraba, ni sabían como había encajado la pérdida de su trabajo. Las chicas establecieron su nuevo lugar de encuentro en la cocina, de la que surgían esos susurros que tanto le molestaban. Cuando esto sucedía, Julio desde su butaca, volvía a fruncir el ceño presionando con fuerza los labios. Pero en vez de intentar intervenir en sus conversaciones, se limitaba a hacer zapping presionando con fuerza los botones de mi mando. Cada vez que el apetito apretaba su estómago, exclamaba un “tengo hambre” mientras golpeaba uno de los reposa brazos con el puño cerrado. Ya ni se sentaba a comer en la mesa con el resto de la familia. Sólo abandonaba su sillón para dormir en la habitación o para ir al baño, y el pijama a rayas de franela se había convertido en su indumentaria habitual. Progresivamente se fue volviendo adicto a magazines como Sabor a ti o Día a Día, nunca entendí si los miraba porque era lo más asequible de la franja horaria o para entender una psicología femenina que le era tan desconocida. El caso es que llegó a estar tan enganchado a este tipo de programas que reemplazaba los partidos del sábado por el show Salsa Rosa. Supongo que en el fondo disfrutaba viendo a la gente abucheándose, como una especie de catarsis personal. Las chicas ya no me prestaban atención, y entre Julio y yo comenzó a crearse un vínculo por la cantidad de horas que pasábamos uno delante del otro.
Una tarde como cualquier otra, la presentadora del programa El Diario de Patricia, introducía en su show a Cesar, un señor de avanzada edad que ya no se hablaba desde hacía algún tiempo con las mujeres de su casa. Julio se incorporó levemente con los ojos abiertos. Patricia, complementó la presentación de su invitado, explicando que hacía años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas, hasta tal punto que lo único que oía en su casa eran susurros. Inmediatamente después inició su entrevista preguntando por el inicio de esa situación, pero tras la escueta respuesta de su invitado, prosiguió con preguntas más concretas, con intención de sonsacarle más información.
— Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar —se hizo un breve silencio— ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia?
— La verdad es que cuando llegaba a mi casa, las niñas estaban en la cama, siempre llegaba muy tarde, tú sabes… empiezas con una caña después del trabajo…
— No, no lo sé, yo después del trabajo voy directamente a mi casa —con tono condescendiente—. ¿Y con tu mujer?
— Bueno, por entonces… teníamos discusiones, yo creía que ella malgastaba mi dinero y ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… el sexo…
— Veo que no iba muy bien la cosa… —interrumpió Patricia— Pero, ¿tenías algún detalle con ella?
— Bueno —alzando la mirada—, una vez le regalé una rosa para el día de Sant Jordi.
— Hijo mío, no te debiste agotar demasiado con tal esfuerzo... —entre las risas del público—. ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas?
— Pues, verás… —aflojando el tono de voz—, por aquella época, cuando González, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie. Ellas tampoco se acercaban a mí para preguntarme cómo estaba, tan sólo oía esos terribles susurros...
— Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
— Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa —con tono débil.
— Cesar, mírame —con un aire dramático excesivamente forzado—, ¿qué les dirías ahora mismo si estuvieran presentes?
— Pues, que…
— Pues escuchen bien desde sus casas —interrumpe Patricia con tono de voz enérgico— hoy César va a conseguir hablar con una de sus hijas, ya que el equipo del programa ha podido localizar su número de teléfono —se detuvo un instante ante los aplausos del público y prosiguió—, pero, señores, señoras, ¡todo esto y más, después de la publicidad!
Fue la primera vez que Julio no practicó su nuevo deporte favorito durante la publicidad, y aguantó estoicamente los diez minutos con anuncios de coches y detergentes. Tras un breve resumen de la historia de su invitado, Patricia dio la señal para que la llamada entrara en directo. Persuadida por la insistencia de la presentadora, la hija de César intervino.
— Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa de televisión para hablar conmigo.
— ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre? —intentaba aclarar Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantenía su audiencia.
— No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo —muy solemne—. No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, un cariño que nunca nos has dado —añadió.
Una lágrima descendía por los pómulos de Julio sin que sus párpados a penas pestañearan. Fue entonces cuando me di cuenta de la depresión en la que estaba sumido. Hasta entonces, sólo lo había visto llorar una vez: el día en que el Príncipe de Asturias y Leticia tuvieron su primogénita y esto aún lo puedo llegar a entender porque él era la persona más apegada a la monarquía que he conocido. Su dedo índice se detuvo medio centímetro por encima del mando, sin que éste llegase a tocarlo y los extremos de sus ojos y sus labios cayeron ligeramente.
Ese día Julio no durmió en su habitación. A la mañana siguiente, cuando desperté, seguía en la misma posición y la misma expresión lánguida, que no cambió en las sucesivas semanas. El polvo se comenzó a posar sobre sus hombros y el color de su piel se volvió más pálido. Las chicas no le dieron importancia a que no reclamara su comida y a que no se levantase para ir al baño, porque aunque no fuese un comportamiento muy natural no querían estorbarlo por si aún seguía enfadado. Sólo Consuelo se aproximaba a él de vez en cuando, para pasar el plumero sobre su superficie, apartando la suciedad que se acumulaba sobre sus hombros y su cabeza. Yo me quedé a su vera, cambiando de canal para que no se aburriese, hasta que con el paso de la televisión analógica a la digital, fui reemplazada por un televisor LCD de última generación.