María escribe sobre el muro del patio, con una cáscara de pipa en la mano. Sobre el muro hay pintadas siluetas de niños vestidos con batas a rallas, que juegan felices cogidos de la mano. Pero sus trazos no siguen el contorno de las siluetas, más bien perfilan números gigantes para que puedan verlos hasta los de la última fila. Nadie mejor que ella para entender la dificultad de percibir algunas figuras desde la distancia: es el lastre de los miopes.
Interrumpe intermitentemente su tarea, volviéndose hacia atrás para aclarar lo que está escribiendo, por si alguno de los oyentes se ha perdido entre tanta fórmula. Aclara que las mates son más fáciles de lo que parecen. Desde el extremo opuesto del patio, Cecilia, la nueva profesora, se extraña al ver a María hablando sola. Y es que la exclusión por parte de sus compañeros de clase, la ha llevado a crearse sus propios amigos imaginarios. Tras la alerta de un timbre que da por finalizado el tiempo de recreo, la cara de María se torna agria. Hace un estudiado gesto con la nariz para colocarse bien las gafas, cuyos cristales empequeñecen el tamaño de sus ojos. Lanza la pipa y corre hacia una de las filas.
Cuando aún no ha comenzado la clase de música, María ya ha ocupado su asiento mientras el resto de la clase arma barullo alrededor de las mesas, aprovechando la ausencia del profesor. Unos minutos más tarde, Viçens entra airado con las manos llenas de papeles que va perdiendo a su paso. Deja los restantes en su mesa, y vuelve a recoger los que se le han caído. Por el camino ordena a los niños que se callen, con la voz un tanto elevada, pero sin mucha autoridad. Los alumnos no se calman hasta la tercera vez que alza la voz. A pesar de que el silencio aún no es absoluto, Viçens, resignado, inicia la clase. Meritxell, ocupa el asiento contiguo al de María. Su pupitre es un caos, su bata siempre está mugrienta y agujereada de tanto arrastrarse por el suelo. Es más: huele a cemento. Jamás está quieta. Poco después de sentarse inicia, como acostumbra un ataque de pellizcos dirigidos al brazo de María, con una sonrisa maliciosa. María ni se inmuta, su pupitre está impecable. Tal vez esa sea la razón por la que los profesores han tomado la decisión de sentarlas juntas. Pero la relación que se establece entre ellas no parece ser demasiado constructiva.
Al día siguiente, durante el recreo, María sigue con su lección de matemáticas. Su voz se va distorsionando según a cuál de sus alumnos invisibles está interpretando. Cecilia se acerca a ella algo preocupada.
— María, ¿con quién estás hablando?
María se sonroja y baja la mirada sin contestar a su pregunta. Cecilia se agacha y apunta con el dedo índice hacia un grupo de niñas sentadas en el suelo jugando a “cromos de picar”.
— ¿Has jugado alguna vez?
María mueve la cabeza dando una respuesta negativa. Cecilia la anima a probarlo. Ella se acerca al grupo de niñas un poco intimidada.
— ¿Puedo jugar? — con la mirada baja.
— Creo que con tu corte de pelo te pega más ir a jugar con los niños a fútbol —le sugiere una de ellas meneando su larga trenza dorada. Las demás empiezan a reír mientras María se aleja cabizbaja.
Por la noche, la madre de María lava los platos un tanto alterada, mientras susurra algo incomprensible. Sobre uno de los fogones se fríen unas patatas. Consuelo se detiene, menea la nariz y exclama un “mierda” mientras suelta el plato que estaba fregando. Toma un cucharón y remueve las patatas agarradas en la sartén. Sus brazos están aún cubiertos de jabón, unas gotas del cual han caído sobre las patatas. María aparece en el umbral de la puerta, un poco cabizbaja. Consuelo, que está demasiado ocupada intentando solucionar su altercado con las patatas, no se percata de su presencia.
— Mami… —sollozando—, hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Consuelo, sin tan siquiera dirigirle la mirada, le exclama:
— Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo Ángela Channing, personaje de una de las series que está más de moda. Además —prosigue— es muy práctico, así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.
Durante la mañana del día posterior, María, más animada, camina por el patio con la cabeza bien alta. Al fin y al cabo, lleva un peinado de alguien muy famoso. Pasa por delante del muro sobre el que acostumbra a dar la lección, sin detenerse. Se dirige hacia el campo de fútbol, dónde encuentra a un grupo de niños formando equipos. Pau, uno de ellos, se propone como capitán de uno de los equipos. Gerard se ofrece para ser el cabeza del equipo contrario. María aprovecha la situación.
— ¿Pue… puedo jugar? —con aire tímido.
— ¡No! —exclama Pau.
Raúl, amigo de Pau, se acerca a él y le sugiere que acepte la propuesta ya que uno de los componentes del grupo se ha puesto enfermo. Pau acepta algo resignado.
Gerard y Pau se juegan a piedra, papel o tijera quién elegirá primero. Pau se irrita con su derrota ya que María tendrá que jugar en su equipo. Van eligiendo alternativamente hasta conformar los dos equipos. Como Pau ya había previsto, María jugará con ellos. La coloca en la portería. Se inicia el partido. María se mantiene atenta al juego. Sacan desde el centro. Uno de los niños del equipo contrario se hace con el balón. Se acerca. María lo mira intimidada. Lanza a portería. Ella se queda mirando el balón con cara de pánico, hasta que se agacha cubriéndose la cabeza con las manos. El balón entra en la portería. Se arma un barullo entre los niños de su equipo.
— No te tendría que haber hecho caso, para eso mejor jugamos los cuatro —recrimina Pau a Raúl con tono irónico.
— No exageres... ¡sólo es un juego!
— No sé de qué te sirve tener cuatro ojos —dirigiéndose a María.
— ¡Déjala en paz! —le interrumpe Raúl.
— “Uuuhhh” ¿Ahora la vas a defender? ¡Ni que fuera tu novia!
Todos los demás se ríen a carcajadas. Raúl se sonroja, arruga la frente, y le lanza una mirada sumida en ira. Se avalancha sobre él. Todos los demás los animan formando un círculo y gritando: “Pelea, pelea”. Cecilia se percata de la situación y se aproxima, separando como puede a Raúl y Pau.
— ¡Parad de una vez! ¡Si os volvéis a pelear os quedáis todos sin recreo! —se calma—Venga, ¡seguid jugando!
Raúl se acerca a María.
— ¡Eh, tú! La próxima vez que veas acercarse la pelota no escondas la cara. ¡Cógelo, que no te comerá!
Se reanuda el juego. Uno de los chicos del equipo contrario le quita el balón a Pau. Después de su arrogancia, tampoco es tan bueno, piensa María. El delantero se acerca a la portería. María se concentra. Lanza el balón. Ella se queda mirando fijamente su trayectoria. Ésta vez, se mantiene erguida. Observa como se aproxima hacia ella y sin tiempo a reaccionar, éste impacta contra su cara. Sus gafas caen al suelo. Se agacha tocándose la cara con una mano, un poco temblorosa, mientras palpa el suelo en busca de sus gafas con la otra. Avanza, al no encontrar nada, y mientras da un paso para alante se oye un crujido.
Antes de cenar, María entra en la cocina con las gafas partidas sobre sus manos. Su madre, está batiendo unos huevos un tanto ensimismada.
— Pero… ¿Qué ha pasado?
— Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado mientras las buscaba.
Consuelo, deja los cacharros y lanza un fuerte suspiro. Baja la mirada, dirigiéndola hacia su hija.
— Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma?
Mientras se seca las manos se queja de lo mal que van de dinero. Toma las gafas descompuestas.
— ¡Ven! vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.
Justo antes de que de comienzo la primera clase de la mañana, María se detiene en el umbral de la puerta del aula. Sus gafas están unidas por un trozo de esparadrapo. Entra con un aire temeroso. Viçens todavía no ha llegado. Nadie ocupa su pupitre. Al verla entrar, un alud de carcajadas se extiende por el aula. María ocupa su asiento y ordena los libros del interior del pupitre. Cuando llega el profesor emite un sonido con los labios para que se haga el silencio, pero como de costumbre, no lo consigue. Tras el tercer grito, los alumnos van ocupando sus asientos. Meritxell se sienta y comienza, como acostumbra, a pellizcar a María con malicia. Ella no muestra ningún tipo de resistencia y sigue mirando al frente, sin mostrar ningún tipo de reacción. Meritxell se detiene al no provocar en ella ninguna reacción. Pasa a entretenerse hurgando en su caótico pupitre. María relaja la expresión de su cara, sin llegar a mirar qué está haciendo su compañera. Mira hacia una de las paredes laterales decoradas con algunos lemas. “Amaos los unos a los otros como Dios os ha amado”, dice uno de ellos. María suspira pensando lo difícil que es a veces aplicar la teoría. Gira la cabeza y se queda absorta mirando por la ventana. Sueña a menudo que Bastián, el perro volador de la Historia Interminable, aparece por la ventana para rescatarla y dar su merecido a los demás. Meritxell interrumpe su ensoñación tocándole el brazo con la punta del dedo índice. María se gira. Su mirada se nubla progresivamente tras las friegas que le da Merixtell con una barra de pegamento, sobre el cristal de sus gafas. Un estallido de risas inunda de nuevo el aula. Viçens intenta controlar la clase, con ciertos apuros. María suspira mientras piensa que es una lástima que los perros no vuelen. Se levanta, y se dirige hacia el baño para limpiarse las gafas.
Por la noche, María entra en la cocina. Consuelo está a punto de darle la vuelta a una tortilla de patata.
— Hija, pásame la tapa de la sartén.
— Mamá… tienes que cambiarme de colegio —mientras le pasa la tapa— ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas reparadas. Todos se reían sin parar…
Consuelo le da la vuelta a la sartén. Cuando la levanta, sólo una porción de tortilla ha quedado sobre la tapa.
— “Me cago en la mar” —en voz baja.
Deja la sartén y la tapa sobre el mármol.
— Lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña.
María mira a su madre con ira, seguro que cualquier otro padre la cambiaría de escuela.
A primera hora de la mañana, Viçens reparte algunos instrumentos para que los alumnos los puedan ver. Meritxell empieza a pellizcarla como acostumbra a hacer en las clases de música. María arruga su frente mientras Viçens vuelve a su mesa. Explica el funcionamiento de cada instrumento, pero no se le llega a entender por el barullo que forman los alumnos. Algunos empiezan a tocar los instrumentos sin ton ni son. Meritxell pellizca más intensamente a María, excitada por el ruido, mientras le cuchichea que lo hace porque es fea. María presiona los labios con ira, sin dejar de mirar al frente. El barullo cada vez es más estridente, una mezcla de flautas desafinadas y “tamtames” golpeados bruscamente. Meritxell se levanta para coger algo del corcho. Cuando vuelve a tomar asiento, María nota un pinchazo de aguja en el brazo. Se gira inmediatamente mirando a Meritxell, con los ojos sumidos en ira. Levanta su mano derecha y la golpea con todas sus fuerzas en la mejilla.
Meritxell empieza a llorar desconsoladamente, pero nadie la atiende. Todos están extasiados, sumidos en una especie de trance. Viçens se percata y se queda mirando fijamente a María, que baja la mirada esperando represalias. Pero él está demasiado ocupado en un intento de calmar a la clase. Golpea la pizarra pero los alumnos no se calman. Se aproxima aceleradamente hacia uno de ellos: Pau, el que arma más escándalo. Le retira la flauta. Pau le exclama que es un “maricón”. Viçens alza la flauta con brusquedad como si fuera a golpearle. Lo mira un instante y baja la mano. Se hace un silencio irrumpido por los sollozos de Meritxell.
María, durante el recreo, conduce un autocar invisible. Explica a sus alumnos imaginarios que hoy es un día muy soleado, un día perfecto para salir de excursión. Suena el silbato. Entra al aula y toma su asiento. Meritxell se sienta a su lado. Le da los buenos días de una manera incomprensiblemente dulce. Le explica que pronto será su cumpleaños y que está invitada a su fiesta. María la mira sorprendida. Se hace un silencio interrumpido por unos pasos firmes. Es Eulalia, la nueva profesora de música.
Interrumpe intermitentemente su tarea, volviéndose hacia atrás para aclarar lo que está escribiendo, por si alguno de los oyentes se ha perdido entre tanta fórmula. Aclara que las mates son más fáciles de lo que parecen. Desde el extremo opuesto del patio, Cecilia, la nueva profesora, se extraña al ver a María hablando sola. Y es que la exclusión por parte de sus compañeros de clase, la ha llevado a crearse sus propios amigos imaginarios. Tras la alerta de un timbre que da por finalizado el tiempo de recreo, la cara de María se torna agria. Hace un estudiado gesto con la nariz para colocarse bien las gafas, cuyos cristales empequeñecen el tamaño de sus ojos. Lanza la pipa y corre hacia una de las filas.
Cuando aún no ha comenzado la clase de música, María ya ha ocupado su asiento mientras el resto de la clase arma barullo alrededor de las mesas, aprovechando la ausencia del profesor. Unos minutos más tarde, Viçens entra airado con las manos llenas de papeles que va perdiendo a su paso. Deja los restantes en su mesa, y vuelve a recoger los que se le han caído. Por el camino ordena a los niños que se callen, con la voz un tanto elevada, pero sin mucha autoridad. Los alumnos no se calman hasta la tercera vez que alza la voz. A pesar de que el silencio aún no es absoluto, Viçens, resignado, inicia la clase. Meritxell, ocupa el asiento contiguo al de María. Su pupitre es un caos, su bata siempre está mugrienta y agujereada de tanto arrastrarse por el suelo. Es más: huele a cemento. Jamás está quieta. Poco después de sentarse inicia, como acostumbra un ataque de pellizcos dirigidos al brazo de María, con una sonrisa maliciosa. María ni se inmuta, su pupitre está impecable. Tal vez esa sea la razón por la que los profesores han tomado la decisión de sentarlas juntas. Pero la relación que se establece entre ellas no parece ser demasiado constructiva.
Al día siguiente, durante el recreo, María sigue con su lección de matemáticas. Su voz se va distorsionando según a cuál de sus alumnos invisibles está interpretando. Cecilia se acerca a ella algo preocupada.
— María, ¿con quién estás hablando?
María se sonroja y baja la mirada sin contestar a su pregunta. Cecilia se agacha y apunta con el dedo índice hacia un grupo de niñas sentadas en el suelo jugando a “cromos de picar”.
— ¿Has jugado alguna vez?
María mueve la cabeza dando una respuesta negativa. Cecilia la anima a probarlo. Ella se acerca al grupo de niñas un poco intimidada.
— ¿Puedo jugar? — con la mirada baja.
— Creo que con tu corte de pelo te pega más ir a jugar con los niños a fútbol —le sugiere una de ellas meneando su larga trenza dorada. Las demás empiezan a reír mientras María se aleja cabizbaja.
Por la noche, la madre de María lava los platos un tanto alterada, mientras susurra algo incomprensible. Sobre uno de los fogones se fríen unas patatas. Consuelo se detiene, menea la nariz y exclama un “mierda” mientras suelta el plato que estaba fregando. Toma un cucharón y remueve las patatas agarradas en la sartén. Sus brazos están aún cubiertos de jabón, unas gotas del cual han caído sobre las patatas. María aparece en el umbral de la puerta, un poco cabizbaja. Consuelo, que está demasiado ocupada intentando solucionar su altercado con las patatas, no se percata de su presencia.
— Mami… —sollozando—, hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Consuelo, sin tan siquiera dirigirle la mirada, le exclama:
— Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo Ángela Channing, personaje de una de las series que está más de moda. Además —prosigue— es muy práctico, así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.
Durante la mañana del día posterior, María, más animada, camina por el patio con la cabeza bien alta. Al fin y al cabo, lleva un peinado de alguien muy famoso. Pasa por delante del muro sobre el que acostumbra a dar la lección, sin detenerse. Se dirige hacia el campo de fútbol, dónde encuentra a un grupo de niños formando equipos. Pau, uno de ellos, se propone como capitán de uno de los equipos. Gerard se ofrece para ser el cabeza del equipo contrario. María aprovecha la situación.
— ¿Pue… puedo jugar? —con aire tímido.
— ¡No! —exclama Pau.
Raúl, amigo de Pau, se acerca a él y le sugiere que acepte la propuesta ya que uno de los componentes del grupo se ha puesto enfermo. Pau acepta algo resignado.
Gerard y Pau se juegan a piedra, papel o tijera quién elegirá primero. Pau se irrita con su derrota ya que María tendrá que jugar en su equipo. Van eligiendo alternativamente hasta conformar los dos equipos. Como Pau ya había previsto, María jugará con ellos. La coloca en la portería. Se inicia el partido. María se mantiene atenta al juego. Sacan desde el centro. Uno de los niños del equipo contrario se hace con el balón. Se acerca. María lo mira intimidada. Lanza a portería. Ella se queda mirando el balón con cara de pánico, hasta que se agacha cubriéndose la cabeza con las manos. El balón entra en la portería. Se arma un barullo entre los niños de su equipo.
— No te tendría que haber hecho caso, para eso mejor jugamos los cuatro —recrimina Pau a Raúl con tono irónico.
— No exageres... ¡sólo es un juego!
— No sé de qué te sirve tener cuatro ojos —dirigiéndose a María.
— ¡Déjala en paz! —le interrumpe Raúl.
— “Uuuhhh” ¿Ahora la vas a defender? ¡Ni que fuera tu novia!
Todos los demás se ríen a carcajadas. Raúl se sonroja, arruga la frente, y le lanza una mirada sumida en ira. Se avalancha sobre él. Todos los demás los animan formando un círculo y gritando: “Pelea, pelea”. Cecilia se percata de la situación y se aproxima, separando como puede a Raúl y Pau.
— ¡Parad de una vez! ¡Si os volvéis a pelear os quedáis todos sin recreo! —se calma—Venga, ¡seguid jugando!
Raúl se acerca a María.
— ¡Eh, tú! La próxima vez que veas acercarse la pelota no escondas la cara. ¡Cógelo, que no te comerá!
Se reanuda el juego. Uno de los chicos del equipo contrario le quita el balón a Pau. Después de su arrogancia, tampoco es tan bueno, piensa María. El delantero se acerca a la portería. María se concentra. Lanza el balón. Ella se queda mirando fijamente su trayectoria. Ésta vez, se mantiene erguida. Observa como se aproxima hacia ella y sin tiempo a reaccionar, éste impacta contra su cara. Sus gafas caen al suelo. Se agacha tocándose la cara con una mano, un poco temblorosa, mientras palpa el suelo en busca de sus gafas con la otra. Avanza, al no encontrar nada, y mientras da un paso para alante se oye un crujido.
Antes de cenar, María entra en la cocina con las gafas partidas sobre sus manos. Su madre, está batiendo unos huevos un tanto ensimismada.
— Pero… ¿Qué ha pasado?
— Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado mientras las buscaba.
Consuelo, deja los cacharros y lanza un fuerte suspiro. Baja la mirada, dirigiéndola hacia su hija.
— Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma?
Mientras se seca las manos se queja de lo mal que van de dinero. Toma las gafas descompuestas.
— ¡Ven! vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.
Justo antes de que de comienzo la primera clase de la mañana, María se detiene en el umbral de la puerta del aula. Sus gafas están unidas por un trozo de esparadrapo. Entra con un aire temeroso. Viçens todavía no ha llegado. Nadie ocupa su pupitre. Al verla entrar, un alud de carcajadas se extiende por el aula. María ocupa su asiento y ordena los libros del interior del pupitre. Cuando llega el profesor emite un sonido con los labios para que se haga el silencio, pero como de costumbre, no lo consigue. Tras el tercer grito, los alumnos van ocupando sus asientos. Meritxell se sienta y comienza, como acostumbra, a pellizcar a María con malicia. Ella no muestra ningún tipo de resistencia y sigue mirando al frente, sin mostrar ningún tipo de reacción. Meritxell se detiene al no provocar en ella ninguna reacción. Pasa a entretenerse hurgando en su caótico pupitre. María relaja la expresión de su cara, sin llegar a mirar qué está haciendo su compañera. Mira hacia una de las paredes laterales decoradas con algunos lemas. “Amaos los unos a los otros como Dios os ha amado”, dice uno de ellos. María suspira pensando lo difícil que es a veces aplicar la teoría. Gira la cabeza y se queda absorta mirando por la ventana. Sueña a menudo que Bastián, el perro volador de la Historia Interminable, aparece por la ventana para rescatarla y dar su merecido a los demás. Meritxell interrumpe su ensoñación tocándole el brazo con la punta del dedo índice. María se gira. Su mirada se nubla progresivamente tras las friegas que le da Merixtell con una barra de pegamento, sobre el cristal de sus gafas. Un estallido de risas inunda de nuevo el aula. Viçens intenta controlar la clase, con ciertos apuros. María suspira mientras piensa que es una lástima que los perros no vuelen. Se levanta, y se dirige hacia el baño para limpiarse las gafas.
Por la noche, María entra en la cocina. Consuelo está a punto de darle la vuelta a una tortilla de patata.
— Hija, pásame la tapa de la sartén.
— Mamá… tienes que cambiarme de colegio —mientras le pasa la tapa— ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas reparadas. Todos se reían sin parar…
Consuelo le da la vuelta a la sartén. Cuando la levanta, sólo una porción de tortilla ha quedado sobre la tapa.
— “Me cago en la mar” —en voz baja.
Deja la sartén y la tapa sobre el mármol.
— Lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña.
María mira a su madre con ira, seguro que cualquier otro padre la cambiaría de escuela.
A primera hora de la mañana, Viçens reparte algunos instrumentos para que los alumnos los puedan ver. Meritxell empieza a pellizcarla como acostumbra a hacer en las clases de música. María arruga su frente mientras Viçens vuelve a su mesa. Explica el funcionamiento de cada instrumento, pero no se le llega a entender por el barullo que forman los alumnos. Algunos empiezan a tocar los instrumentos sin ton ni son. Meritxell pellizca más intensamente a María, excitada por el ruido, mientras le cuchichea que lo hace porque es fea. María presiona los labios con ira, sin dejar de mirar al frente. El barullo cada vez es más estridente, una mezcla de flautas desafinadas y “tamtames” golpeados bruscamente. Meritxell se levanta para coger algo del corcho. Cuando vuelve a tomar asiento, María nota un pinchazo de aguja en el brazo. Se gira inmediatamente mirando a Meritxell, con los ojos sumidos en ira. Levanta su mano derecha y la golpea con todas sus fuerzas en la mejilla.
Meritxell empieza a llorar desconsoladamente, pero nadie la atiende. Todos están extasiados, sumidos en una especie de trance. Viçens se percata y se queda mirando fijamente a María, que baja la mirada esperando represalias. Pero él está demasiado ocupado en un intento de calmar a la clase. Golpea la pizarra pero los alumnos no se calman. Se aproxima aceleradamente hacia uno de ellos: Pau, el que arma más escándalo. Le retira la flauta. Pau le exclama que es un “maricón”. Viçens alza la flauta con brusquedad como si fuera a golpearle. Lo mira un instante y baja la mano. Se hace un silencio irrumpido por los sollozos de Meritxell.
María, durante el recreo, conduce un autocar invisible. Explica a sus alumnos imaginarios que hoy es un día muy soleado, un día perfecto para salir de excursión. Suena el silbato. Entra al aula y toma su asiento. Meritxell se sienta a su lado. Le da los buenos días de una manera incomprensiblemente dulce. Le explica que pronto será su cumpleaños y que está invitada a su fiesta. María la mira sorprendida. Se hace un silencio interrumpido por unos pasos firmes. Es Eulalia, la nueva profesora de música.
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