"Mamá, llena eres de gracia"

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Recuerdo exactamente como mi madre tuvo la gran revelación, y lo recuerdo con tal precisión, no por mis dotes memorísticas, sino por la cantidad de veces que me lo ha explicado. Sucedió un verano realmente caluroso en que mis padres tuvieron la brillante idea de viajar a una isla griega, cuyo nombre creo recordar que era Kefalonia, para celebrar su primer año de noviazgo, la licenciatura de mi madre en Teología y Cultura Clásica, y el abandono de mi padre de sus estudios para dedicarse a la vida contemplativa.
Se hospedaban en casa de un amigo de mi padre, un isleño que conoció en un interrail el verano anterior. El día de su llegada, les recibieron con unos domastes yemistés que la abuela había estado preparando con esmero desde altas horas de la madrugada. Enseguida se sintieron como dos miembros más de la familia, a pesar de que no podían comunicarse con casi nadie, ya que la mayoría de ellos jamás habían salido de la isla. Muy lejos de cualquier viaje turístico programado, según me aclaraba mi madre, estaban conociendo las entrañas de aquella cultura.
Durante la sobremesa, alguien lanzó la propuesta de ir un rato a una de las mejores calas de la isla cuando el sol estuviese más bajo, desde la que se podía observar la legendaria Ítaca. Un calambre en el vientre, impidió a mi madre dar cualquier tipo de respuesta: se temía lo peor. En el baño, una ligera mancha rojiza en las bragas, confirmó sus sospechas. Para cualquier otra persona, representaría un hecho insignificante, nada que no tuviera solución, pero para mi madre era un gran conflicto. En otras circunstancias, se hubiese quedado en casa, pero “¿Cuándo volvería a tener la oportunidad de bañarse con la isla de Ulises como telón de fondo?”, se decía.
Tras una larga caminata por un sendero de tierra llegaron hasta el final de lo que parecía un acantilado. Al asomarse, descubrieron un lecho de guijarros rodeados por una hilera de montañas. Más allá, suspendida en un agua increíblemente cristalina, aparecía imponente una isla completamente virgen. El lugar se quedaba corto ante las descripciones que les habían dado, y lo más fascinante, estaba completamente vacío, nada que ver con sus visitas esporádicas a Calafell. Bajaron los innumerables escalones naturales y tras abandonar las bolsas, se adentraron en el agua en avalancha, todos menos mi madre. Ella se tumbó con una expresión plácida, que en pocos minutos el sol ardiente le arrebató de la cara. Comenzó a quitarse ropa de encima aunque aquello no la rescató de las altas temperaturas. Desesperada y recurriendo a su última opción, tomó su bolsa y se escondió tras una piedra que reposaba unos metros más atrás. Sacó un tampón con expresión decidida. Lo introdujo inspirando y expirando con intención de relajar la musculatura, hasta encontrarse con un obstáculo que le impedía seguir, pero a diferencia de las otras veces que lo había probado, insistió persuadida por el calor que la ahogaba. Con la ayuda de alguna maniobra y soportando el dolor, se lo metió.
Estuvieron en la playa hasta el atardecer. De vuelta a la casa, la abuela les ofreció una toalla para que se asearan. Mi madre se dirigió apresuradamente hacia el baño: su hazaña aún no había terminado. Se sentó en la taza inspirando y expirando de nuevo. Tomó el hilo que pendía de su vagina y comenzó a tirar de él suavemente. Cuando casi lo había sacado, un dolor intenso la detuvo. Lo soltó asustada. Parecía que se le hubiera pegado a una de las paredes vaginales. Ansiosa, volvió a tirar de él para ver lo que ocurría. El dolor sólo le permitió descubrir una brizna de piel rodeando la base del tampón, como agarra a una piedra la goma tensada de un tirachinas.
Ése fue el final de las idílicas vacaciones de mis padres. Mi madre se temía lo peor, y su carácter hipocondríaco no la ayudaba, su teoría era que una de las Trompas de Falopio se le había colado por la vagina. Compraron un billete de vuelta. Ella estaba tan asustada que ni siquiera pasaron por casa para dejar el equipaje: un taxi los dejó en urgencias. A mi madre nunca le habían gustado los médicos, sobretodo porque siempre se reían de su autodiagnóstico. Y está vez no fue diferente. El doctor soltó una carcajada y la instó a tumbarse en la camilla. Mi padre esperó fuera. Su paciencia era inagotable, no sé si por lo mucho que la quería o por los porros que se fumaba. A pesar de todo, tengo la certeza de que a su lado no tenía motivos para aburrirse.
En la consulta, tal y como lo describía, un silencio incómodo acompañaba la inspección de los bajos de mi madre. Mi madre escenificaba la situación cada vez que me lo volvía a explicar, mudando la voz según a cuál de los dos interpretaba.
- ¡Dios! –exclamó el médico.
- ¿Que pasa? -interrogó mi madre asustada.
- ¡Lo había visto en algún libro de texto, pero jamás en directo! –exclamó el médico sin apartar la mirada de su vagina-, usted tiene un himen tabicado -sentenció.
- ¿Un qué?
- Es un himen indestructible, que permanecerá intacto hasta el día que dé a luz –explicó el médico incorporándose.
Esa fue la gran revelación. Aunque el anunciante no fuese un ángel que desciende de los cielos, la interpretación de mi madre fue: “seré virgen hasta que tenga un hijo”. Y así comenzó su pequeña obsesión. Y la verdad es que había una pequeña casualidad que lo corroboraba, una broma macabra del destino: María, mi madre, salió apresuradamente de la consulta para anunciarle a mi padre, José, la buena nueva. Lo más curioso del tema, es que unos años atrás, cuando ella aún era adolescente, fue invitada a abandonar su función en la parroquia como catequista, por asegurar a los niños que la virginidad de Maria era una metáfora.
Tras saber la noticia, mi padre lanzó una leve sonrisa. Tal vez le parecían graciosas sus conjeturas y pensaba que en un tiempo se le pasarían, pero su silencio se convirtió en un gran cómplice de sus maquinaciones.
Sí, mi madre asumió sin ninguna duda, su nuevo papel en la historia de la humanidad. Es posible que el hecho de que mi abuelo no hablase y mi abuela le prestase más atención a su estropajo que a ella, junto con el rechazo que sufrió desde que era una niña en la escuela, le despertase una necesidad visceral de sentirse alguien muy especial. Supongo que ésta era la versión adulta de sus amigos imaginarios en la infancia.
Desde ese día, mi madre comenzó a tener encuentros en sus sueños con el Todo Poderoso, y en una de esas ocasiones, fue cuando la fecundó. Mi padre no se mostraba celoso, me aclaraba satisfecha cada vez que repetía la historia, tal vez porque era él quien encarnaba al más altísimo mientras ella le soñaba. Tras conocer la noticia, se mudaron a una casa que tenían mis abuelos en los Pirineos. Mi madre renunció a cualquier tipo de seguimiento médico, se limitó a ejercitar con total disciplina unos ejercicios de yoga que le ayudasen a concebir al nuevo Mesías mediante un parto natural: quería mimetizar al máximo la manera en que el anterior vino al mundo. En el tiempo restante se dedicaba a hacer listas de los problemas vigentes en la sociedad occidental y de las posibles soluciones. Tenía que estar preparada para saber transmitir a su hijo su deber para con el resto de la humanidad. “El mundo está en decadencia por la falta de valores, no culpo a nadie, pues los guías espirituales han perdido su camino, pero la era de esta sociedad materialista tiene sus días contados” siempre me repetía. En cierta parte tenía razón, pero plantear una reforma de la Iglesia que además tuviera cierto número de adeptos era un poco complicado, y más si ésta estaba justificada con la llegada de un nuevo Mesías.
Mi padre pasaba las horas tranquilo en su huerto. Así pasaron las semanas y los meses, hasta que mi madre ya tenía una tripa considerable. Entonces fue cuando decidió mudarse por unos días, con algunas provisiones, a un refugio en el monte prácticamente abandonado. Mi padre, como siempre, no se negó. Y llegó el gran día. Las contracciones se acentuaban mientras ella, completamente erguida, controlaba la respiración. Mi padre la agarraba de la mano y respiraba con ella mientras se hervía agua sobre un camping gas. A pesar de las listas, mi madre olvidó un pequeño detalle: ese himen que me obstruía la salida, cruel presagio de lo que ese trozo de carne atentaría contra mi libertad. Empezó a gritar por el dolor que le producían los tirones mientras mi padre buscaba algo con que cortar el himen. Sus alaridos llamaron la atención de unos excursionistas, tres hombres fornidos con mochilas y chirucas, que no acudieron al lugar precisamente a ofrecer ni oro, ni mirra, ni incienso.
A pesar de la resistencia que opuso mi madre, nací en un hospital. Y conmigo sobrevino su primera decepción, que persuadida por su obsesión, asumió un tiempo después. “Que mejor que una mujer Mesías en la era de equiparación de sexos” se dijo.

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