"Julio y César" (versión anterior)

Desde hace algún tiempo Julio ya no era el mismo. Antes era capaz de tragarse Punto Pelota o Territorio Champions complementando la información adquirida con la lectura del Marca y el As. Tal vez lo hiciese para tener un tema de conversación en el bar que frecuentaba para hacer unas cañas tras su jornada laboral, porque desde que dejó de bajar al bar de Juanín después de quedarse en el paro, ya ni siquiera aguantaba hasta la segunda parte.
Jamás nadie supo exactamente en que condiciones perdió su trabajo. Aquel día llegó a casa antes de tiempo, se sentó en su sofá orejero tapizado en terciopelo y tomó el mando sintonizando un canal cualquiera. Consuelo, su mujer, abandonó sus tareas en la cocina, lugar en que pasaba la mayor parte del día, extrañada por su llegada.
— ¿Qué haces aquí? —le preguntó secándose las manos con el delantal.
— ¡Tráeme una cerveza! —replicó sin ni siquiera dirigirle la mirada.
— No hay ninguna a refrescar —contestó bajando la mirada.
— ¡Fantástico! —exclamó levantándose del sillón, saliendo después de la casa tras un portazo.
Supongo que bajó al bar de Juanín, dónde seguro que tenían cervezas frescas. Durante los siguientes días sólo venía a casa para dormir, mientras Consuelo hacía algunas gestiones para solucionar el problema que se les venía encima. Una noche, Julio apareció más malhumorado que nunca.
— ¿Por qué me avergüenzas de esta manera? —inquirió a su mujer amenazante.
— ¿De qué hablas? —contestó ella intimidada.
— ¿Quién te ha mandado que me buscases trabajo?
— ¡Alguien tenía que hacer algo para pasar este apuro mientras tú te encerrabas en tú bar! —replicó ella alzando la mirada.
Él levantó la mano con la mirada sumida en ira, que bajó después sigilosamente al ver a su mujer con la cabeza entre sus antebrazos.
Desde entonces, persuadido por su orgullo, acabó con sus visitas al bar de abajo, pasando todo el tiempo en casa, en su butaca de terciopelo con el mando bajo su mano izquierda. Podríamos decir que su presencia tan sólo era física, porque se sumió en un silencio que sólo interrumpía para saciar sus necesidades básicas. Esa actitud no sorprendió demasiado a su mujer y a sus tres hijas, acostumbradas a tener una relación distante con el hombre de la casa. Recuerdo, unos años atrás cuando María, su hija mediana, se aproximó una noche a su vera con intención de entablar algún tipo de conversación. No escogía precisamente el mejor momento para intentar captar su atención, ya que lo hacía durante la retransmisión de algún partido de fútbol. Aunque la verdad es que tampoco tenía muchas ocasiones para acercarse a él con el tiempo que pasaba fuera de casa. A pesar de que ella, utilizando su psicología, le preguntara acerca del encuentro, no recibía ninguna respuesta. Con su mujer la relación no era muy distinta. Los quilos que había ganado Consuelo en los últimos años, delataban su escasa vida sexual. Jamás vi entre ellos una muestra de cariño, tan sólo un día en que Julio se presentó con una rosa en la Diada de Sant Jordi. Todas las chicas se quedaron impresionadas ante su detalle, que él enseguida estropeó explicando que se la había regalado RENFE en el trayecto de vuelta a casa. Con el paso de los años, se creó una distancia abismal difícil de reparar, y fue ese distanciamiento el que provocó un núcleo tan sólido entre ellas, del que él no fue conciente hasta que empezó a pasar más tiempo en casa.
Nadie le preguntaba como se encontraba, ni sabían como había encajado la pérdida de su trabajo. Las chicas establecieron su nuevo lugar de encuentro en la cocina, de la que surgían unos susurros indescifrables. Cuando esto sucedía, Julio desde su butaca fruncía el ceño presionando con fuerza los labios. Pero en vez de intentar intervenir en sus conversaciones, se limitaba a hacer zapping presionando con fuerza los botones del mando. Cada vez que el apetito apretaba su estómago, exclamaba un “tengo hambre” mientras golpeaba uno de los reposa brazos con el puño cerrado. Ya ni se sentaba a comer en la mesa con el resto de la familia. Sólo abandonaba su sillón para dormir en la habitación y el pijama a rayas de franela se había convertido en su indumentaria habitual. Progresivamente se fue volviendo adicto a magazines como Sabor a ti o Día a Día, nunca entendí si los miraba porque era lo más asequible de la franja horaria o para entender una psicología femenina que le era tan desconocida. El caso es que llegó a estar tan enganchado a este tipo de programas que reemplazaba los partidos del sábado por el show Salsa Rosa. Supongo que en el fondo disfrutaba viendo a la gente abucheándose, como una especie de catarsis personal.
Una tarde como cualquier otra, la presentadora del programa El Diario de Patricia, introducía en su show a Cesar, un señor de avanzada edad que ya no se hablaba desde hacía algún tiempo con las mujeres de su casa. Julio se incorporó levemente con los ojos abiertos. Patricia, complementó la presentación de su invitado, explicando que hacía años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas, hasta tal punto que lo único que oía en su casa eran susurros. Inmediatamente después inició su entrevista preguntando por el inicio de esa situación, pero tras la escueta respuesta de su invitado, prosiguió con preguntas más concretas, con intención de sonsacarle más información.
— Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar —se hizo un breve silencio— ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia? ¿Las llevabas al parque?
— La verdad es que cuando llegaba a mi casa, las niñas estaban en la cama, siempre llegaba muy tarde, tú sabes… empiezas con una caña después del trabajo…
— No, no lo sé, yo después del trabajo voy directamente a mi casa. ¿Y con tu mujer?
— Bueno, por entonces… teníamos discusiones, yo creía que ella malgastaba mi dinero y ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… el sexo…
— Veo que no iba muy bien la cosa… —interrumpió Patricia— Pero, ¿tenías algún detalle con ella?, ¿Le decías lo guapa que estaba?
— No… nunca he sido muy detallista… ni me ha gustado echar piropos…
— ¡En fin, esa no es la mejor manera de avivar la llama del amor! —con tono condescendiente—. ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas? ¿Te interesabas por su vida social? ¿Estabas al día de cómo iban en el colegio?
— Pues, verás… —aflojando el tono de voz—, por aquella época, cuando González, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie…
— Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
— Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa —con tono débil.
— Cesar, mírame —con un aire dramático excesivamente forzado—, ¿qué les dirías ahora mismo si estuvieran presentes?
— Pues, que…
— Pues escuchen bien desde sus casas —interrumpe Patricia con tono de voz enérgico— hoy César va a conseguir hablar con una de sus hijas, ya que el equipo del programa ha podido localizar su número de teléfono —se detuvo un instante ante los aplausos del público y prosiguió—, pero, señores, señoras, ¡todo esto y más, después de la publicidad!
Fue la primera vez que Julio no practicó su nuevo deporte favorito durante la publicidad, y aguantó estoicamente los diez minutos con anuncios de coches y detergentes. Tras un breve resumen de la historia de su invitado, Patricia dio la señal para que la llamada entrara en directo. Persuadida por la insistencia de la presentadora, la hija de César intervino.
— Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa de televisión para hablar conmigo.
— ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre? —intentaba aclarar Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantenía su audiencia.
— No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo —muy solemne—. No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, un cariño que nunca nos has dado —añadió.
Una lágrima descendía por los pómulos de Julio sin que sus párpados a penas pestañearan. Fue entonces cuando me di cuenta de la depresión en la que estaba sumido. Hasta entonces, sólo lo había visto llorar una vez: el día en que el Príncipe de Asturias y Leticia tuvieron su primogénita y esto aún lo puedo llegar a entender porque él era la persona más apegada a la monarquía que he conocido. Su dedo índice se detuvo medio centímetro por encima del mando, sin que éste llegase a tocarlo.
Ese día Julio no durmió en su habitación. A la mañana siguiente, cuando desperté, seguía en la misma posición, que no cambió en las sucesivas semanas, hasta que el polvo se comenzó a posar sobre sus hombros y el color de su piel se volvió más pálido. Nadie se percató de su situación, las chicas prefirieron no molestarle, por si acaso aún seguía enfadado. Yo me quedé a su vera, cambiando de canal para que no se aburriese, hasta que con el paso de la televisión analógica a la digital, fui reemplazada por un televisor LCD de última generación.

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