"Los reyes son... " (version anterior)

El sábado era mi día favorito. Bajábamos a la ciudad para hacer algunos recados y de paso visitábamos a mis primas. El resto de la semana, la pasaba recluida en nuestra humilde mansión, en una aldea de la que éramos los únicos habitantes, muy cerca de La Seu d’Urgell. Mis padres se mudaron cuando yo todavía no había nacido, con la intención de educarme en un entorno más sosegado. Supongo que a pesar de la decisión que mi madre había tomado, asumía que también era necesario que me relacionara con otras personas de mi misma edad. Sin embargo, no me quitaba el ojo de encima, no fuera que mis primas me diesen a probar esa terrible tentación que tanto le aterraba: la videoconsola. Aunque a mi poco me afectaba esa pequeña restricción, me conformaba con jugar al escondite o hacer carreras de bicis rodeando la mesa del jardín.
Sí, esas escapadas eran el alivio de la soledad a la que mi madre me había condenado, castigo del que ella también fue víctima cuando era una niña, pero que asumió un tiempo después con la convicción de que la había hecho más fuerte.
— ¿Te ha quedado claro que representaba el shabbat para los judíos? —concluyó mi madre.
Yo asentí un tanto sonrojada. No lo podía evitar, mi mente volaba durante sus clases. Bastaba con una palabra para desconectarme por completo y adentrarme en mis ensoñaciones. Aunque con el paso de los meses cada vez era más experta en fingir una aparente concentración, y por lo que sé, nunca fui descubierta.
Uno de aquellos sábados, llegamos a casa de mis primas y me extrañé al no verlas jugando en el jardín. Mi tía salió a recibirnos.
— Tus primas están en el salón, montando el belén, ¡anda, entra! ¡Este año tenemos figuritas nuevas! —me exclamó dándome una chapadita cariñosa en el culo.
En el interior Paula, la menor, y Luisa, la mediana, yacían sobre una montaña de pequeñas cajitas y aquel plastico que contiene burbujas que tanto placer me daba rebentar. Gema, la más mayor, hablaba por teléfono sentada en el sofá, mientras se estrujaba un grano grasoso de la mejilla. Sobre una repisa habían depositado trozos de musgo y algunas de las figuras. Detuvieron una de sus discusiones sobre la disposición de la cueva al verme llegar. Paula se levantó excitada con una de las figuras en la mano.
— ¡Prima, prima! ¡Mira, éste es mi rey! —exclamó mostrándome una figurita de un hombrecito de piel oscura con una larga capa.
— ¿Tu rey? —interrumpí sin comprender lo que quería decir.
— ¡Sí hombre! es el tercero de los tres reyes magos, ¡como yo!
— Pero... ¿y estas capas? ¿dónde están las mochilas? –mientras lo inspeccionaba- ¡No llevan chirucas! —sentencié.
La única respuesta que obtuve fue una terrible e intensa carcajada.
— Prima, ¿nunca habías visto un rey mago?
La verdad es que no los había visto antes, sólo tenía la imagen construida a partir de las perfiladas descripciones de mi madre.
— Estos reyes son de mentira —me defendí tirándolo al suelo.
— Niñas —interrumpió Gema, que ya había colgado el teléfono— es inútil que discutáis por eso.
— ¿Por qué? sabionda —interrumpió Paula.
— Porque los reyes no existen, ¡mocosa!
— Sí claro, ¿y quién nos trae los regalos? ¡cara de pizza! –contestó amenazante.
— ¿Pues tú que crees? ¡Papa y mamá! Si no, ¿como crees que llegan a todas las casas en una sola noche?
Un silencio se apoderó de la sala, roto por los sollozos de Luisa, que seguía colocando figuras aprovechando la ausencia de su hermana. Paula se cubrió las orejas con la palma de sus manos y corrió hacia el exterior completamente histérica, repitiendose que aquello no era verdad.
Yo ni me inmuté, tal vez prefería creer que no existían a pensar que eran unos monigotes disfrazados con unas capas ridículas.
De vuelta a casa, aproveché la intimidad en el interior del coche, para interrogar a mi madre.
— Mamá... ¿es verdad que sois tú y papá quienes dejaís los regalos la noche de los reyes magos?
Mi madre se tomó un tiempo para contestar.
— Sí mi amor, es verdad —soltando la mano de la palanca de cambios para depositarla sobre mi mano.
Yo bajé la mirada completamente compungida.
— Entonces... ¿Jesús tampoco existe?
Mi madre dió un frenazo deteniendo el coche enmedio de la carretera. Me miró y acariciándome la cabellera me dijo.
— Vamos, te llevaré a un lugar para que veas algo.
Con una pequeña maniobra dió media vuelta.
— Jesús fue un hombre muy especial, que vino al mundo para a recordar a los hombres el verdadero mensaje de Dios. Era un hombre bueno, que trataba por igual al rico y al pobre, al sano y al enfermo. Eran muchos los que lo seguían, pero muchos los que lo envidiaban o temían, sobretodo los más poderosos, a quién no les gustaba nada que alguien tan querido por el pueblo proclamase que eran iguales a los más desfavorecidos ante los ojos del Señor.
Suspiró y apartó los ojos de la carretera buscando mi mirada.
— Y tú, Maria Jesús, también eres una niña muy especial.
Tras aparcar el coche, callejeamos un buen rato por el centro de la ciudad. Las calles estaban plagadas de gente con tez rojiza, que se detenían de vez en cuando para hacer alguna fotografía. Tras cruzar una plaza en la que unos músicos distraían a los viandantes, nos adentramos en un callejón que a primera vista parecía no tener salida. Tras un breve zig-zag, llegamos a una plaza vacía, con una fuente en el centro que la presidía. La serenidad del espacio era tal, que contrastada con el bullicio de la ciudad podía llegar a ser estremecedora. En uno de los laterales de la plaza, se levantaba una fachada con algunas perforaciones en la parte inferior, que la delataban como testigo de algun terrible acontecimiento. Sobre el portal reposaba una estatua, condenada a no poder apartarse una paloma que picoteaba su calvície, a pesar de tener el brazo medio levantado.
Mi madre abrió con dificultad la pesada puerta de madera, que sólo descubría un vertiginoso interior oscuro. Mientras entrábamos, un hedor de piedra humeda se apoderó de mis fosas nasales. Mi madre se acercó a una pila de piedra, introdujo sus dedos índice y pulgar en el charco de agua que contenía, llevándolos después a su frente, luego al pecho y seguidamente a su hombro izquierdo y derecho.
— ¿Qué haces? —le pregunté estrañada.
— Shh —poniendo su dedo índice sobre sus labios— aquí debes hablar más flojito.
Después me explicó como debía santiguarme. Fue entonces cuando descubrí el orígen de ese hedor, mucho más intenso después de ser esparcido sobre mi frente. Mi madre tomó mi mano y nos desplazamos sigilosamente por uno de los laterales, sobre los que se abrían unas pequeñas capillas en las que se podían adivinar unos cuerpos estáticos iluminados por algunas velas. Detras del altar, enmarcado entre una columnata de mármol y unos angeles, se alzaba una cruz de la que pendía un cuerpo totalmente flácido. Comencé a notar un intenso dolor, al ver esos clavos que le perforaban los pies y las manos. Y su mirada, dirigida hacia ninguna parte, totalmente abstraída. “¿Que estaria pensando en aquellos momentos?”, me preguntaba. Tal vez pensara por qué aquellos angelitos que acababan de retratar la estampa, no le ayudaban a bajar de ahí en vez de estar tocando sus arpas.
— ¿Que le pasó? —le susurré a mi madre.
— Pues lo acabaron matando aquellos que tanto le temían —mientras tomaba un poco de aire.
El frío y la humedad habían penetrado ya en mis huesos. Hice un gesto a mi madre para que abandonásemos ese lugar. Cuando pude abrir los ojos de nuevo, afectados por la claridad de la luz exterior, presioné su mano con idea de llamar su atención.
- Mamá, yo no quiero ser especial –afirmé con voz decidida.

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