"Julio y Cesar"

Jamás nadie supo exactamente en que condiciones perdió su trabajo. Aquel día llegó a casa antes de tiempo, se sentó en su sofá orejero de terciopelo, tomó el mando y me despertó sintonizando un canal cualquiera. Yo hacía mucho tiempo que pasaba los días en letargo, las niñas estaban en el colegio, y Consuelo sólo se aproximaba a mí para lavarme la pantalla o cambiarme el pañito por uno recién lavado. Al oírle entrar, su mujer salió de la cocina algo extrañada para preguntar a su marido la razón de su presencia. Él sin tan siquiera dirigirle la mirada, le ordenó que le trajera una cerveza. Consuelo, intimidada por la expresión de Julio, se dirigió a la nevera.
Cuando las niñas llegaron a casa no se atrevieron a preguntar a su padre, tal vez advertidas por Consuelo, como le había ido el día. Y no es de extrañar porque cuando Julio se enfadaba, era mejor dejarlo tranquilo. Desde la cocina comenzaron a surgir unos susurros indescifrables. Julio frunció el ceño presionando los labios con un leve tembleque, y comenzó a cambiar de canal con un aire un poco esquizofrénico. Estaba claro que no le gustaba para nada esa exclusión de la que por primera vez era consciente, ya que antes casi nunca estaba en casa. Por fin dejó de marearme evadiéndose en un aburridísimo partido amistoso de fútbol.
Desde entonces, persuadido por su orgullo, se sumió en un silencio que sólo interrumpía para saciar sus necesidades básicas. Esa actitud no sorprendió demasiado a su mujer y a sus tres hijas, acostumbradas a tener una relación distante con el hombre de la casa. Nadie le preguntaba como se encontraba, ni sabían como había encajado la pérdida de su trabajo. Las chicas establecieron su nuevo lugar de encuentro en la cocina, de la que surgían esos susurros que tanto le molestaban. Cuando esto sucedía, Julio desde su butaca, volvía a fruncir el ceño presionando con fuerza los labios. Pero en vez de intentar intervenir en sus conversaciones, se limitaba a hacer zapping presionando con fuerza los botones de mi mando. Cada vez que el apetito apretaba su estómago, exclamaba un “tengo hambre” mientras golpeaba uno de los reposa brazos con el puño cerrado. Ya ni se sentaba a comer en la mesa con el resto de la familia. Sólo abandonaba su sillón para dormir en la habitación o para ir al baño, y el pijama a rayas de franela se había convertido en su indumentaria habitual. Progresivamente se fue volviendo adicto a magazines como Sabor a ti o Día a Día, nunca entendí si los miraba porque era lo más asequible de la franja horaria o para entender una psicología femenina que le era tan desconocida. El caso es que llegó a estar tan enganchado a este tipo de programas que reemplazaba los partidos del sábado por el show Salsa Rosa. Supongo que en el fondo disfrutaba viendo a la gente abucheándose, como una especie de catarsis personal. Las chicas ya no me prestaban atención, y entre Julio y yo comenzó a crearse un vínculo por la cantidad de horas que pasábamos uno delante del otro.
Una tarde como cualquier otra, la presentadora del programa El Diario de Patricia, introducía en su show a Cesar, un señor de avanzada edad que ya no se hablaba desde hacía algún tiempo con las mujeres de su casa. Julio se incorporó levemente con los ojos abiertos. Patricia, complementó la presentación de su invitado, explicando que hacía años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas, hasta tal punto que lo único que oía en su casa eran susurros. Inmediatamente después inició su entrevista preguntando por el inicio de esa situación, pero tras la escueta respuesta de su invitado, prosiguió con preguntas más concretas, con intención de sonsacarle más información.
— Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar —se hizo un breve silencio— ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia?
— La verdad es que cuando llegaba a mi casa, las niñas estaban en la cama, siempre llegaba muy tarde, tú sabes… empiezas con una caña después del trabajo…
— No, no lo sé, yo después del trabajo voy directamente a mi casa —con tono condescendiente—. ¿Y con tu mujer?
— Bueno, por entonces… teníamos discusiones, yo creía que ella malgastaba mi dinero y ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… el sexo…
— Veo que no iba muy bien la cosa… —interrumpió Patricia— Pero, ¿tenías algún detalle con ella?
— Bueno —alzando la mirada—, una vez le regalé una rosa para el día de Sant Jordi.
— Hijo mío, no te debiste agotar demasiado con tal esfuerzo... —entre las risas del público—. ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas?
— Pues, verás… —aflojando el tono de voz—, por aquella época, cuando González, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie. Ellas tampoco se acercaban a mí para preguntarme cómo estaba, tan sólo oía esos terribles susurros...
— Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
— Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa —con tono débil.
— Cesar, mírame —con un aire dramático excesivamente forzado—, ¿qué les dirías ahora mismo si estuvieran presentes?
— Pues, que…
— Pues escuchen bien desde sus casas —interrumpe Patricia con tono de voz enérgico— hoy César va a conseguir hablar con una de sus hijas, ya que el equipo del programa ha podido localizar su número de teléfono —se detuvo un instante ante los aplausos del público y prosiguió—, pero, señores, señoras, ¡todo esto y más, después de la publicidad!
Fue la primera vez que Julio no practicó su nuevo deporte favorito durante la publicidad, y aguantó estoicamente los diez minutos con anuncios de coches y detergentes. Tras un breve resumen de la historia de su invitado, Patricia dio la señal para que la llamada entrara en directo. Persuadida por la insistencia de la presentadora, la hija de César intervino.
— Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa de televisión para hablar conmigo.
— ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre? —intentaba aclarar Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantenía su audiencia.
— No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo —muy solemne—. No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, un cariño que nunca nos has dado —añadió.
Una lágrima descendía por los pómulos de Julio sin que sus párpados a penas pestañearan. Fue entonces cuando me di cuenta de la depresión en la que estaba sumido. Hasta entonces, sólo lo había visto llorar una vez: el día en que el Príncipe de Asturias y Leticia tuvieron su primogénita y esto aún lo puedo llegar a entender porque él era la persona más apegada a la monarquía que he conocido. Su dedo índice se detuvo medio centímetro por encima del mando, sin que éste llegase a tocarlo y los extremos de sus ojos y sus labios cayeron ligeramente.
Ese día Julio no durmió en su habitación. A la mañana siguiente, cuando desperté, seguía en la misma posición y la misma expresión lánguida, que no cambió en las sucesivas semanas. El polvo se comenzó a posar sobre sus hombros y el color de su piel se volvió más pálido. Las chicas no le dieron importancia a que no reclamara su comida y a que no se levantase para ir al baño, porque aunque no fuese un comportamiento muy natural no querían estorbarlo por si aún seguía enfadado. Sólo Consuelo se aproximaba a él de vez en cuando, para pasar el plumero sobre su superficie, apartando la suciedad que se acumulaba sobre sus hombros y su cabeza. Yo me quedé a su vera, cambiando de canal para que no se aburriese, hasta que con el paso de la televisión analógica a la digital, fui reemplazada por un televisor LCD de última generación.

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