"Espaguetis a la boloñesa"



...
Hasta hace algunos meses, siempre había tenido muy claro que lo último a lo que me dedicaría sería a la enseñanza, a pesar de que mi árbol genealógico esté lleno de profesores. Puede que me influenciasen las quejas de mi madre, que siempre concluían con su frase más celebre: “los oficios menos valorados son el de puta, policía y maestro”.
Aunque yo creo que lo que de verdad me alejó de ese mundo, fueron unas clases particulares con un alumno que era la viva imagen de uno de los personajes que aparecía en el Doraemon, ese niño corpulento que dominaba a los demás utilizando la fuerza. Y conmigo no es que fuese más dulce. En la primera clase, cuando le pedí que sacara su libro de texto, un lápiz y algunos folios, él abrió uno de los cajones de su escritorio, metió la mano y la sacó con el puño cerrado. Luego se levantó de la silla y abrió la ventana. Yo tardé algún tiempo en reaccionar, pero finalmente intervine con un “¿Qué haces?”. Él me lanzó una mirada pícara dirigiendo su puño hacia atrás, para impulsarlo después hacia delante mientras abría su mano, de la que se desprendía una canica de las grandes.
— ¿No ves que le puedes dar a alguien en la cabeza? ¡Ya basta! ¡Saca ahora mismo el libro de mates! —le ordené algo nerviosa.
Él, olfateando mi falta de autoridad, volvió a meter la mano en el cajón, del que sacó un compás metálico. Yo me levanté e intenté agarrarle la mano, pero fue inútil, el compás voló con la misma trayectoria que la canica. Podría haber aprovechado el momento para explicarle como calcular la parábola que formaban al caer los dos objetos, pero mi estado histérico y mi falta de experiencia, sólo me permitieron decir:
— Si no te comportas, hablaré ahora mismo con tu madre.
Él se me acercó y con un tono de voz suave me contestó:
— Si hablas con mi madre le diré que me tocas —sin tan siquiera pestañear.
Pese a que me habían advertido que era un niño un tanto sicótico y mimado, creo que lo había subestimado.
Después de aquel día, me convencí de que no iba a seguir los pasos de mi madre, o esas pequeñas fierecillas acabarían conmigo. Pensé que me podría dedicar a la arquitectura, una bellísima profesión en la que convergen diferentes disciplinas, como el arte, la historia o el dibujo. La decisión fue muy bien acogida por mis padres, ya que no sólo creían que me aseguraría un buen futuro, sino que además podrían fardar de tener una hija arquitecta, claro está. Lo que no sabía es que lo único que vería converger, eran innumerables líneas en la pantalla del ordenador y que trabajaría como autónoma, cobrando diez míseros euros brutos la hora. Sí, después de siete años y medio de carrera, sin a penas vida social, dándolo todo, me paso ocho eternas horas dibujando líneas, y mi escaso sueldo sólo me permite comer pasta y excepcionalmente algo de carne o pescado. Por lo menos un trabajo monótono debería darte un buen sueldo, o como mínimo una cierta estabilidad laboral. Aún encima, tengo que estar agradecida cada día cuando me levanto de tener trabajo, porque con la crisis...
Desde hace algunos meses, mi jefe me anuncia que no hay mucho trabajo, y que es probable que en breve tenga que abandonar mi apasionante tarea. Estresada, sobretodo por el hecho de no tener paro, comienzo a mandar currículums a otros despachos, que ni siquiera se dignan a contestarme los mails. Tampoco me contestan en los bares, en los que piden un mínimo de experiencia en el sector, ni en los videoclubs, ni en los cines. Pienso entonces que tal vez debería olvidar mi pequeño episodio con la fotocopia del gegant, y abrirme puertas en el campo de la enseñanza, después de todo es mucho más estimulante que pasarme tantas horas hablando con el ordenador y además seguramente me harán un contrato. Cuando me dirijo al primer instituto, para entregar el currículum en mano, la portera me pregunta si tengo el CAP, y me aclara que si no lo he cursado no me aceptaran en ningún centro.
Busco en Internet y por lo visto el CAP ya pasó a la prehistoria. Encuentro un no se que de Plan Bolonia según el cual, a partir de ahora, hay que hacer un Master para poder dar clases en un instituto, por supuesto con la respectiva carga económica. Lo que me faltaba. Y yo que pensaba que lo único que se había inventado en esa ciudad era la salsa con la que me cocino los espaguetis. Y por si no fuera suficiente, también exigen un Nivel B1 de tercera lengua. No entiendo nada, para que necesito demostrar un nivel de lengua extranjera, si voy a dar clases de dibujo. Supongo que no hay que buscarle la lógica, es así y ya está. Sigo navegando en busca de la manera de obtener el certificado. Por lo visto las academias de inglés no han perdido el tiempo. En el menú de inicio de la web de algunas de ellas, aparece una opción titulada: “Examen para la obtención del Certificado para cursar el Máster en Formación de Profesorado de Educación Secundaria y Bachillerato, Formación Professional y Enseñanza de Idiomas”. Por lo visto la extensión del titulo, no les ha impedido embutirlo en el menú.
Después de algunas comparativas, descubro que el examen de los cojones, cuesta ciento setenta euros, y que aún encima sólo se hace dos veces al año. Llamo a una de las academias y les pregunto qué puedo hacer. Me explican que hay un test alternativo, pero que ya no hay plazas. Lo único que puedo hacer es un curso intensivo de noventa horas, del que podré obtener un certificado con validez indefinida, no cómo el obtenido con el examen, me aclara la telefonista, que caduca en dos años. Tras su persuasiva explicación, le pregunto por el precio del curso: exactamente son mil euros, que no tengo.
Totalmente hundida, me imagino volviendo a casa de mis padres. Al parecer estoy avanzando a modo de cangrejo. Però, por qué tantas trabas si en teoría faltan profesores. Y además seguramente ya tengo ese nivel de inglés, fue uno de mis grandes logros aquel año de Erasmus. Claro. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Llamo a mi facultad, al departamento de relaciones internacionales. Me pasan con una becaria y le suelto el mismo rollo que a los de las academias de inglés. Ella me interrumpe antes de acabe, y me dice que ya han firmado el certificado de nivel a más de una persona. Espero que haya entendido de que se trataba. Cuelgo y dando cualquier excusa salgo antes del trabajo.
Llego a la facultad y siento una extraña sensación confortable. Creía que nunca más volvería a pisar ese edificio que antes me parecía tan enfermizo, supongo que por los interminables fines de semana que pasé en él. Me dirijo directamente al departamento de Relaciones Internacionales. Ahí me encuentro a Ángels, la coordinadora, una tía para la que los años no pasan. Narcisista por definición, antes me parecía insoportable, tal vez por su insolencia sin la que ahora no podría salir de éste lío burocrático. Le explico la situación. Ella saca un folio y comienza a redactar un texto mientras despotrica de la nueva reforma impuesta a las universidades. Interrumpe su discurso momentáneamente para preguntarme el nivel que necesito.
— Un B1 —le contesto sin acabar de creer la sencillez del tramite.
— ¿Sabes que?, te voy a poner un C1.2. —aclara sonriente—. Anda, toma, lleva esto a secretaria para que te lo pasen a limpio y te pongan un sello. Luego me lo traes y te lo firmo.
Creo que en aquel momento hubiese sido perfectamente capaz de arrodillarme y besarle los pies.

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